15/6/07

Vencer a La Ciudad


…soy como un vino añejo.
Hace ya tiempo me ando buscando,
Y no me encuentro ni en el espejo
Estopa.


Arturo se despertó con un endemoniado dolor de cabeza. Como siempre, ya estaba tarde para el primer bloque, no podía llegar atrasado a Tributario otra vez. Una buena ducha debía resucitarlo. Al tratar de moverse, descubrió un cuerpo desnudo en su cama, con un poco de esfuerzo pudo recordar. Era Amanda, amiga de Diego, estudiante de intercambio. Recordó que anoche hubo una junta en el departamento, una noche “de aquellas”. Ya no había diferencia entre lunes miércoles o sábado. Toda la semana el boliche central estaba disponible a cualquier hora para quien llegara con algo por lo que valiera la pena mantenerse despierto. Trató de moverse sin tocarla pero no lo logró.
-¿Tío que hora es? –Preguntó desperezándose con su delicioso acento español-
-mmn…Las siete y cuarto –contestó él un tanto nervioso- todavía no se acostumbraba a despertar con extrañas en su cama; aunque había venido haciéndolo por un rato durante el último tiempo. Era como si algo dentro de él le impidiera aún convertirse en un absoluto desvergonzado.
-¡Hostia! Estoy muy tarde, ¿vas a la facultad?
- No, voy a otro lado, mis clases parten el segundo bloque- Mintió porque sentía la urgencia de separarse de ella-
-Muy bien, nos vemos entonces, no te preocupes por la ducha, paso por mi piso antes de ir a la Facu .Cuídate, a ver si nos topamos.
Despreocupadamente se vistió, ordenó sus cosas, y gritó un chao mientras él estaba en la ducha. Durante el segundo que permaneció acariciado por el agua caliente, Arturo meditó respecto a cuanto más conveniente eran las extranjeras para un affaire. Sobretodo las europeas; con las latinas todavía no se podía saber si les iba a bajar lo emotivo en la mañana. Al salir de la ducha se miró un segundo en el espejo empañado, su autómata reflejo desvió la mirada, sutilmente. Últimamente le estaba empezando a incomodar esa cara como perdida que lo rehuía constantemente en el rectángulo del baño. Sentía como que reprobaba una especie de test de blancura las mañanas de resaca, especialmente cuando había alguna nueva extraña en su cama.
Cuando salió del baño, Diego tomaba café en el mesón de la cocina. Lo aplaudió bromeando.
-Eres un Master, te hubieras visto ayer con Amanda, te la diste vuelta en cinco minutos, y no es que yo no haya tratado. Esa tipa no es fácil. Me tienes que dar la receta.-Diego estaba francamente intrigado, en sus pupilas brillaba una envidiosa admiración.
-No hay recetas, es solo jugar un rato a estar enamorado – le dijo mientras escogía el soundtrack del día para su discman.
-¿Cómo es eso? preguntó Diego intrigado
En el año que llevaba viviendo con Arturo había perdido la cuenta de las mujeres que habían pasado por su pieza, siempre conseguía lo que se proponía. Aunque nunca durara más de un par de semanas de educada alternancia. ¿Cómo podía hablarle él de amor?
-Bueno, yo ayer estuve durante dos horas enamorado de Amanda.-afirmó absolutamente serio-
Diego no pudo evitar una risotada.
-Puede ser que no me creas, pero es cierto; confieso que esta mañana casi había olvidado su nombre. Pero ayer, solos frente a todo el mundo, hablando de nada, fingiendo ser conocidos sin conocernos. Me enamoré de su acento, de su sonrisa, de su cortísimo pelo rubio. –Mientras lo decía la recordaba, pero ya no podía anhelarla; de hecho esperaba no verla en un buen tiempo-
-Si tú lo dices…-Diego miro al cielo raso convencido de que le tomaba el pelo, agarró su mochila y se fue a la Universidad.
Arturo eligió “History of Funck II” regalo de Antonia; desde anoche, la penúltima de sus conquistas. Salió acompañado de Parlament y su “Chocolat City” a enfrentar el matinal y cotidiano encuentro con la capital. Sus audífonos eran un efectivo escudo ante la posibilidad de que, inesperadamente, a algún desconocido se le ocurriera la insensatez de intentar un diálogo en la ciudad sobre-poblada y vacía. En la calle todo estaba gris como siempre, pero los acordes pseudo-setenteros rebotando en sus tímpanos lo hicieron soportable, casi grato. Caminó en medio de esa gente apurada y automática de la misma forma que si no hubiese nadie, compartiendo el silencioso rito, ellos no estaban para él y él no estaba para ellos. Era casi ilustrativo observar como se movían sin chocar sin siquiera mirarse las caras.
Arturo corrió para alcanzar el último vagón del metro justo a tiempo. Cuando entró, el inconfundible James R.I.P. desbordaba sus oídos con deliciosos decibeles. Vio su reflejó en la ventana del metro durante un segundo; pero sus ojos se desviaron inesperadamente, atrapados por otra mirada. Una menuda desconocida de abrigo rojo le sonreía, pero no con descaro o coquetería, lo hacía dulcemente. Arturo pensó en Blanca, su madre, y dio la espalda al reflejo, avergonzado frente a su recuerdo. Si ella siquiera imaginara lo que estaba pasando casi a diario en el departamento que fue de su Abuelo, se lo quitaría sin pensarlo dos veces. Pero a Blanca solo le interesaba que a su hijo le fuera bien en la Universidad, que fuera abogado como su padre R.I.P. Y que viajara dos horas cada domingo para almorzar, con ella y sus invitados de turno en el piso doce del departamento viñamarino donde vivía desde que quedó viuda. Últimamente lo había estado molestando un poco para que le llevara una polola; “pero una de verdad”, había rematado con su delicado tonito de reprimenda; como si esas amigas que lo llamaban entre el aperitivo y el postre no existieran. Tal vez no existían, a lo mejor su pluralidad terminaba tajándolas como en una operación de simplificación de múltiplos equivalentes. Arturo nunca estaba solo, pero tampoco estaba realmente acompañado. Su compañera siempre estaba un pelo por debajo del límite de lo realmente desafiante; ninguna sobresalía ni para bien ni para mal; solo estaban ahí; igual que su reflejo en el espejo. ¿O no?
Detuvo sus cavilaciones al bajar en la estación, corrió tres cuadras para llegar a Derecho tributario justo a tiempo.
-¿Del Río Arturo?
-Presente-No pudo más que sonreír, se le ocurrió preguntarse a si mismo si realmente estaba presente.
. Aunque la Ley de Impuesto a la Renta se le clavaba en la mitad de la cabeza, pudo seguir el hilo de la clase; como si pusiera en off todo cuestionamiento para pensar sobre la elaborada abstracción normativa. Si todavía seguía en la facultad era porque había convertido el estudio en su refugio. Cuando no podía acallar las múltiples voces que sonaban permanentemente en su cabeza, las hacía a todas recitar a coro un par de artículos y se lanzaba a cavilar con brillantez sobre cosas que no existen; las únicas respecto a cuya forma los hombres pueden ponerse absolutamente de acuerdo.
Una clase y otra más, salió como a las cinco y se fue de chelas con Martín, su mejor amigo de la facultad. Hablaron un rato de cosas triviales, como la última película de Lynch y las piernas de diosa de la ayudante de Civil III. Arturo se puso serio repentinamente:
-Martín, ¿no has pensado alguna vez que estamos vacíos?- se lo lanzó así, a quemarropa.
Su amigo lo miró un minuto de lado, como evaluando si se trataba de una trampa para hacerlo filosofar porque sí, o una duda que le interesaba dilucidar.
-Si, lo he pensado – le contestó medio resignado- Pero algo me hace presentir que no tenemos tiempo para eso, esta vida es más corta de lo que pensamos viejo, hay que saber vivir. La vacuidad no puede ganar la batalla.
-Pero… ¿que es lo que te mueve? – intentó llegar más lejos, su discurso le sonaba algo repetido-
- Mnnm… más que lo que me mueve puedo decirte lo que me mantiene de pié. Saber que hay en el mundo ideales; no es necesario que sean gigantes, basta con llenar tu día con una casi imperceptible esperanza de hacer por lo menos una pequeña cosa mejor que ayer; acercarte de alguna forma a lo que siempre has querido ¿me entiendes?
Los ojos de Martín lo miraban expectantes, casi inquisidores; como si hubiese estado esperando una ocasión para tirarle ese consejo disfrazado de respuesta. Los interrumpió el oportuno timbre del celular que obligó a Martín a desviar la atención. “Lo que siempre he querido” pensó Arturo perdido en el fondo de su vaso de cerveza casi vacío. ¿Y que chucha quiero? La pregunta no llegó a su boca.
.-Viejo, lo siento me tengo que ir, me llamó una mina que conocí, me encanta, quiere que vallamos al cine hoy. ¿Entiendes no?- dijo Martín algo avergonzado-
-Si viejo perro, valla no más ya sabe, ¡al hueso! Mañana me cuenta.
La máscara de la sonrisa había vuelto a su cara. Martín lo miro algo desilusionado, le dio un abrazo y le palmeo la espalda.
-Piensa en lo que te dije, puede ser que te haga sentido.
-Ok viejo, gracias. A todo esto ¿Cómo se llama la afortunada?
- Muriel. Dijo distraído mientras se iba, pero Arturo pudo notar como se le iluminaba el rostro. Era una pena que Martín fuera a enamorarse ahora, era su cable a tierra, una de las pocas cosas reales que le iban quedando.
Decidió caminar en vez de tomar el metro, dejó los audífonos de lado y se dejo embestir por la ciudad absolutamente desarmado, preparado para una derrota. Recorrió las calles como un ser anónimo en esa masa de gente que vive junta sin convivir. Solo círculos cerrados, que todos los días pierden orgullosos la oportunidad de sostener una mínima interacción.
No llovía mucho, pero hace un día la lluvia había limpiado el aire, por lo menos era grato caminar por el parque. ¿Qué chucha quería? Quería ser abogado; pero eso no valía, lo quería también su madre, que amorosamente lo embaucó convenciéndolo que “se lo debía” a su viejo. Quería no meterse más con mujeres que lo dejaban vació preguntándose weas, caminando por el parque con el brutal y verdadero soundtrack de Santiago: las micros rechinando, las bocinas sonando, la gente gritando silenciosa.
Se detuvo frente a una fuente, el agua le devolvió su reflejo. Descubrió que eso era lo que quería más que nada en el mundo, encontrarse ahí, mirarse y estar. Sentir que su cuerpo y su alma vivían al fin juntas y lo miraban de frente… sin miedo, sin culpas, sin recriminaciones. Simplemente siendo. Cuando lo lograra no estaría más solo, iría consigo mismo a todas partes.
Un segundo antes de caminar de vuelta a su departamento se encontró en la fuente con unos ojos que le eran conocidos y una cálida sonrisa, Arturo no creyó que esa mujer estuviese realmente ahí, hasta que sintió su delicada mano tocándole el hombro; al voltearse, aún incrédulo, quedó mudo ante la desconocida que por primera vez lo miraba sin reflejos de por medio, seguía teniendo un aire a su madre, pero mucho más leve.
-Hola- dijo él un poco perturbado- ¿Nos conocemos?
-Hola -su voz era deliciosamente tibia- No realmente, te vi hoy en el metro. Pensé que tal vez había algo en lo que pudiera ayudarte.
Arturo se quedó perplejo ante su naturalidad. Por supuesto que lo había.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó-
-Casandra –ella lo miró con unos preciosos ojos verdes, que combinaban perfecto con el rojo de su abrigo-
-Bueno Casandra… ¿Tienes algo que hacer el Domingo?

Micaela Del Alba

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