17/6/07

Milagro



Lo más increíble de los milagros
es que ocurren.
G. Keith Chesterton


Cuando Muriel giró la manija de la puerta, esta se abrió lentamente con un largo chillido. Todo estaba tal como lo recordaba. Al sentir el aroma de los ramitos de lavandas que coronaban el umbral, retrocedió automáticamente diez años hasta los brazos tranquilizantes de su abuela; desde que la Oma no estaba que a la casita le faltaba la calidez de una dueña y el olor a postres de leche en la cocina. Cada vez que había necesitado olvidarse del resto del mundo ella había estado para abrazarla, con sus ojos amarillos brillando bajo los cristales ovalados de sus lentes y sus interminables historias en la mecedora. No pudo dejar de extrañarla más que nunca, pero al mismo tiempo se alegró de que no fuese testigo de su pena más amarga.
Debía ahora adueñarse de la cabañita, prender fuego en la salamandra, barrer y ventilar, vaciar su maleta en el delicado ropero y luego… tendría todo el tiempo del mundo para descansar y pensar en que haría con esta vida que se le había caído encima a pedazos.
Un cascarón de nuez era el refugio de madera situado en las faldas del bosque. Muriel no era muy alta, pero de todas maneras debía agacharse en la mayoría de los dinteles color caoba para no chocar mientras transitaba por los diferentes espacios. En el living estaba la mecedora y tres cojines anchos y redondos de terciopelo verde gastado a modo de sillones; una salamandra en el rincón y una mesita redonda de mimbre entretejido. En la cocina, el lugar más espacioso de la casa, o sería tal vez más preciso describirlo como el menos pequeño, se extendía un mesón color azul, y una mesa del mismo tono con tres banquillos. Las paredes estaban completamente cubiertas de repisitas y especieros, y del techo colgaban ataditos de menta, boldo, manzanilla y toronjil; especiales para las agüitas perras quitapenas. Al lado de la puertita que daba al huerto, estaba la cocina a leña, que de tan pequeña parecía de juguete.
Bastó con desempolvar un poco y prender fuego para que el lugar estuviera confortable. Abrió la maleta, dispuso su ropa y guardó las provisiones para la semana en las distintas gavetas de la cocina. Le alegró ver que la loza con florcitas celestes seguía en su sitio, igual que el cuaderno de recetas escritas por la Oma en manuscrito sobre
delgadas hojas, hoy amarillentas.
Se preparo una agüita de toronjil que endulzó con la miel que le había regalado Pedro, el cuidador que vivía como a medio kilómetro cerro abajo, mientras la revolvía se perdió en el remolino verde aguachento de su tacita y recordó el accidente.
Todo habría sido distinto si la carretera no hubiese estado recién mojada por la lluvia, o si hubiera ganado el equipo de los amores del pobre borracho que buscaba ahogar en pisco las penas de la derrota. Tal vez si hubiese escuchado a Martín se habrían ido antes del cumpleaños… Una amarga lágrima le rodó por la mejilla.
Se puso su pijama de franela, tomó doble dosis de los tranquilizantes que le recetó el doctor y se acunó, como una niña, en el mullido somier del altillo que fuera la pieza de su Oma. Aunque era imposible, le pareció sentir su inconfundible olor junto a la almohada y su suave mano acariciándole la frente justo un segundo antes de caer dormida automáticamente producto del Valium.
El Chucao la despertó a primera hora en la mañana, desde la ventanita redonda del altillo pudo ver el bosque de araucarias y el valle cubierto de neblina, mullida como el algodón. Se acordó de Martín; el siempre había querido venir, y ella nunca lo había traído… siempre le decía: el próximo fin de semana largo, las siguientes vacaciones. Como si no tuviera ya suficientes culpas a su haber, se
sintió culpable también por eso.
Su día partió con una larga tina en la diminuta bañera del único baño de la casita, con azulejos celestes en los que se trepaban
delicadas verdes madreselvas de acrílico.
Al medio día se forzó a comer, aunque fuera un poco. Si no lo hacía, cuando volviera la llevarían otra vez a la clínica, ese horrible lugar donde no hacía otra cosa que llorar por Martín y sentirse la
mujer más desdichada del planeta.
Durante la tarde dispuso la mecedora frente a la ventana y preparó sus palillos. Había traído cinco ovillos de lana gruesa, sólo sabía tejer bufandas con punto arroz, pero sospechaba que de este viaje volvería con una bufanda muy larga. Cuando llevaba ya un buen tramo, entre punto y punto su mente la llevó de nuevo al accidente. En la carretera Martín la había obligado, como siempre, a usar cinturón de seguridad. Bromeaban especulando sobre la verdadera edad de la cumpleañera cuando sintieron el chillido de las ruedas de la camioneta de aquel borracho frenando en la ventana del copiloto. Muriel nunca olvidaría el sonido del click definitivo con que Martín se libró del cinturón para interponer su cuerpo entre ella y el vehículo fuera de control. El golpe fue duro y seco, pero no perdió el sentido… pudo ver como se le escapaba la vida al que fuera su compañero de tantas noches, y leyó en sus ojos mil palabras que nunca llegaron a sus labios. No era necesario que se las dijera, ella todo lo sabía. Lo sabía tan bien que no la sorprendió nada que él ofreciera su vida para salvarla. Lloró abrazada al cuerpo inerte de Martín durante la eternidad que tardo en llegar la ambulancia, se desesperó al sentir que se helaba entre los brazos sin que ella pudiera evitarlo; si tan solo...
El tejido cayó de sus manos mientras lloraba desconsolada en la mecedora, volvió al living y a la ventana. ¿Es que esto no acabaría nunca?
Luego de tres días en que había sido un espíritu rondando y redescubriendo la casita de su Oma, tropezó de nuevo con el cuaderno de recetas. El marcador, una delgada cinta roja, estaba en la página de la leche asada y se le hizo agua la boca por sentir ese lácteo dulzor disolverse en su lengua lentamente. Este antojo tan persistente logró que se hiciera el ánimo para ir a la casa de Pedro a conseguir leche y huevos frescos. La pequeña caminata le oxigenó el alma, una suave brisa le acariciaba el rostro y sintió el gusto de bajar el monte siguiendo rítmicamente el sonido del esterito que se extendía desde la cima de la montaña hasta el pueblo. Pedro se alegró mucho de verla y cuando Muriel le hizo su solicitud él mando a su hija a ordeñar para que la patroncita se llevara leche todavía tibia, recién salida de ubre y le ofreció media docena de huevos de sus mejores ponedoras.
Al llegar a la casa Muriel noto que el olor a lavanda y a especias la adormecía un poco, como ya tenía suficiente con el valium, abrió pequeñas ventanas y secretas escotillas para “orear” como decía su Oma. Prendió la cocina a leña para calentar el horno, puso la leche a hervir en una tetera sobre la salamandra, mientras tanto acarameló generosamente una fuentecita de lata y se distrajo siguiendo las instrucciones del cuaderno, escrito con una apretada y cursiva letra manuscrita. Se le oscureció esperando que estuviera lista su obra, cuando sintió crujiente el caramelo sobre la leche cuajada, la retiró del horno y sin siquiera sacarse el delantal, se sentó en un banquillo a la luz de la palmatoria, para apurar la primera cucharadita. Muriel había borrado de su mente lo que era sentir un placer, se trasladó a los domingos de postres con sus primos en la casa de la playa, las tardes interminables de carioca que casi siempre terminaban con la Oma victoriosa. Sin darse cuenta se devoró la mitad de la fuente, una pequeña nausea le avisó que no podía continuar comiendo así en un periodo que prácticamente había sido de ayuno. Era una pena que ya fuera de noche, el azúcar le había provocado muchas ganas de volver a salir a caminar, pero tendría que ser mañana. Ésta vez tomó solo la dosis indicada de tranquilizantes y fue suficiente para enviarla a un sueño inconsciente y vacío.
La mañana siguiente optó por una ducha en vez de la habitual tina, tuvo que agacharse para poder lavar su largo pelo color caramelo y se sintió algo mareada, poco antes del medio día se desayunó la otra mitad de la fuente de leche asada, tendría que ir por más leche a su regreso, sentía unas ganas incontrolables de alimentarse de postres durante toda la semana.
Salió al patio y su primer impulso fue dirigirse cerro abajo como el día anterior, pero inmediatamente cambió de opinión y comenzó a caminar hacia el bosque. Tardó solo una media hora en empezar a adentrarse en las entrañas de verdor, araucarias y humedad. Al cabo de largo rato descubrió una piedra en forma de meseta, el lugar perfecto para meditar, desde el accidente que no lo hacía y solo Dios sabía cuanta falta le había hecho. Le costó el triple de lo habitual concentrarse, las imágenes del choque se intercalaban con recuerdos de ella junto a Martín y hasta los momentos más triviales estaban ahora convertidos en un tesoro invaluable. Cuando estaba punto de rendirse lo logró. Lo infinito de los árboles eternos la invitó a buscar en su alma el perdido equilibrio y la justa proporción. Muriel sondeaba su centro suplicando por tranquilidad, sabiduría y claridad cuando pudo sentir al bosque susurrándole a su espíritu, mostrándole su infinita pequeñez. Esos árboles estaban allí desde antes que el alma de la Oma fuera una pequeña semilla latiendo en el universo, y continuarían estando allí cuando Muriel tuviera sus propios nietos. En ese segundo se avergonzó de todas sus culpas, ella no podría haber hecho nada por salvar a Martín, así estaba escrito que ocurriera. Lo que le estaba pasando no era definitivo, ella no tenía idea del sentido real de ese término. Como un frágil suspiro pasaría por el mundo, y su vida entera no era más que un abrir y cerrar de ojos de este bosque milenario, en el que las primaveras retroceden y se proyectan desde y hacia el infinito… bastaba ser y sentir. En ese instante visualizó a Martín frente a ella, sonriéndole envuelto en un dorado resplandor. Se tomaron de las manos en un gesto sublime, no hubo palabras, ella lo sintió tibio y por fin estuvo tranquila. Dejó ir su pena, y le agradeció en silencio su sacrificio, se fundieron en un último abrazo; Martín comenzó a diluírsele en un polvo dorado que se elevaba cual incienso hasta el cielo. Muriel se sintió libre, tranquila, en paz.
Fue entonces cuando la sorprendió el primer latido de ese pequeño corazón, continuó respirando pausado y puso atención a su cuerpo; su útero latía, rítmico y constante. Entonces se dio cuenta que el atraso de su menstruación era mucho más que un desbarajuste nervioso, entendió su antojo de leche asada, las nauseas, el mareo de esta mañana; le pareció sentir el abrazo tranquilizante de su Oma felicitándola.
Un niño de ojos amarillos crecía en su vientre; la vida se abría nuevamente camino por sobre la oscuridad del luto y la tristeza.
Al abrir los ojos se encontró en medio del bosque, Muriel se sorprendió de nuevo con las lágrimas de sus mejillas; pero sonrió agradecida, esta vez, eran de felicidad.
Micaela Del Alba

2 comentarios:

Lumodeoca dijo...

Hola Kata...

me encanto tu blog, me quede muy pegada en los cuentos. Esa que tienes forma de describir los espacios es muy entretenida y amable. La casa de la Oma es lo maximo... de hecho pense en muchas cosas mientras leia.

Me gusto tambien el cuento del chico que viaja en metro y conoce a cassandra... es que he estado muy pegada estos dias con los encuentros asi "casuales" muy bueno

Ahh eso de jugar con los reflejos esta muy bueno tambien... no se s leiste un cuento que se llama "Conducta d los espejos en isla de pascua", quiaste interese, es de cortazar, esta en cronopios y famas...

Ya, un abrazo

Que estes super bien, muchos saludos desde aca

Anónimo dijo...

Katalinooo! amigaaaa...

Que lindo escribes. Sentí que leía algo que hace tiempo no leía. O talvez se trata de casi sentir lo que yo era hace tiempo: una persona con ideas más claras y sencillas... y eso lo reviví en tu realismo y coherencia lineal.
Es muy acogedor eso, es muy calentito, es muy abrigadora la casa de la Oma, y el bosque milenario, y los olores de la infancia.
Gracias!!

Oye... te quiero!
un abrazote y besos sureños
Seguiré pasando por acá y FELIZ AÑO NUEVO

Dani