7/9/07

Adiós a la Casona Azul


Adiós a la Casona Azul

Aurora se levantó súbitamente del gran sillón de pana verde cuando sintió a Juan en la escalera, no quería que él notara su nerviosismo y con los ojos cerrados contó sus pasos al subir los siete escalones de mármol, antes de girar la manilla de bronce gastado.
El espejo ovalado de la pared le confirmó que tenía compañía en la habitación, recién entonces ella respiro profundo y se dio vuelta. Él llevaba su ropa de trabajo, como era lógico no había tenido tiempo para cambiarse y su terno azul algo gastado por el uso le daba un aire melancólico que a Aurora le derretía todas las ganas de mostrarse distante. Cerró los ojos como para dejar a su cabeza gritar en silencio alguna frase que alimentara su alicaída voluntad, luego lo saludo fríamente, con un beso que le quemó la mejilla.
Juan intentó salir de su trabajo temprano porque quería cambiarse de ropa, pero en el camino notó que no le quedaba tiempo; así que se dirigió a la casona Azul para ver a Aurora. Pensó en llevar flores, pero con tristeza asumió que tal vez fuera tarde para eso.
En la entrada le costo trabajo abrir la vieja cerradura; una vez dentro su pensamiento se diluía contando el clic de sus zapatos en el mármol, cuando llegó a siete, giró la manilla gastada y vio el rostro de Aurora en el reflejo del espejo del fondo con los ojos cerrados. Su figura menuda dentro del abrigo verde botella nunca le había parecido tan adorable.
Se produjo entre ellos el silencio incómodo de quienes tienen mucho que decirse y no saben por donde empezar, ella estaba ocupada buscando las palabras y él estaba embobado admirándola.
-Bueno, supongo que ya sabes lo que voy a decir- dijo ella con los ojos fijos en sus botas cafés-
-Lamentablemente sí… Me vas a decir que me valla al diablo.- él trató de sonreír y encontrar complicidad en el rostro de Aurora, que continuó lejano como un camafeo.
-No, en verdad no me importa donde te vallas, simplemente ya no voy contigo.- cuando se lo decía por primera vez lo miró a la cara y dejó traslucir por un segundo todo lo que le dolía cada una de esas palabras.
Juan se quedó en silencio, estaba suspendido en ese rostro de porcelana, en esas pestañas delicadamente onduladas, en esos ojos azules de niña. Durmió amparado de su pelo negro por cinco años, sin pensar nunca que esa proximidad podía terminar estropeándolo todo.
Aurora luchaba consigo misma para no arrojarse de nuevo en los brazos de Juan y decirle que le perdonaría cualquier cosa, que sí quería envejecer a su lado viendo pasar los años por la ventana sin ninguna curiosidad por lo que hay más allá del patio con sus mil jardines.
Pero algo más fuerte que ella la mantenía digna en medio de esa enorme habitación, algo como los cinco años robados esperando siempre un gesto, un sábado que no estuviera lleno de reuniones, un saco que pudiera colgar sin aquel olor dulzón de perfume barato que no era el suyo.
Y ella ahí, esperando que un día el cruzara la puerta con flores, ni siquiera hoy se dio el trabajo de tener un gesto… tal vez aún no era demasiado tarde.Mientras Juan hablaba sus ojos se pusieron vidriosos, pero se tragó las lágrimas como su padre y su abuelo le habían enseñado.
-Si te sirve de algo, quiero pedirte perdón por todo, y decirte que te quiero. Pero mucho más de lo que te imaginas.
Aurora con dulzura le murmuró.
-Lo sé, y tú también sabes que has sido mi todo por mucho tiempo, pero ahora estoy cansada. Por favor, ya no quiero más.
Ella lo había querido desde que tenía memoria, siendo una niña lo había soñado. Para él ella no existía hasta su fiesta de dieciséis años, donde hablaron por primera vez y con sus veintitrés a cuestas sólo tuvo valor para invitarla a salir por la amistad que ligó desde siempre a sus familias. A Aurora los siete años de diferencia se le subieron a las mejillas cuando él le robó su primer beso, a la vuelta del teatro, mientras la nieve caía por las calles cubriéndolo todo de un manto de áurea pulcritud, en livianos copos suspendidos como plumillas mágicas sobre sus siluetas.
Los recuerdos se les agolpaban a los dos en la cabeza mientras de los labios les brotaban las frases hechas de cordial despedida.
Ya eran dos adultos, Juan bordeaba la treintena, y le dieron ganas de cama caliente, de niños jugando, de señora que presentar a los amigos las tardes de domingo y Bridge. Hasta hubiese podido dejar atrás su libreta negra de chicas del montón que se alternaban para acompañarlo a esos lugares donde Aurora no habría querido ir.
Él tuvo que hacerse cargo de ella cundo el accidente de sus padres la dejó huérfana; entonces la llevó a vivir con él y su madre a la Casona Azul. Mientras su madre estuvo viva pudo acallar las habladurías por que su novia viviera, sin un anillo mediante, bajo el mismo techo. Pero desde que ella había muerto hace dos meses que era solo cuestión de tiempo para elegir una Iglesia donde celebrar una sencilla ceremonia. Lo que Juan nunca consideró es que Aurora podía cansarse. ¿Cómo iba a cansarse ese ángel que no conocía nada más que sus besos?
Aurora podía ser indefensa, ingenua, dulce; pero no era tonta; sabía que se le venían encima tardes de domingo en las que solo podría preparar té helado para los amigos del Bridge y años eternos de cambiar pañales hasta que ya no tuviese edad de hijos. Por muy grande que fuera la Casona Azul, la enormidad de piezas no alcanzaban a saciar ni un cuarto de su curiosidad por el mundo; es verdad que Juan había cambiado un poco, pero después de todo no podía culparla por que cuando a él le crecieron raíces a ella le salieron alas.
Lo último que Aurora vio de Juan fue su espalda mientras giraba la gastada manija de bronce. Y se quedó sola con el espejo, estudiando con asombro su reflejo. Por un segundo se sintió tan pequeña, que le dieron ganas de salir corriendo detrás de ese hombre que la había sostenido todos estos años, volver a cegarse de besos, abrazarlo hasta sentir que ella no existía dentro de sus brazos. Pero de pronto se dio cuenta que ya no era una niña, se observó por última vez tocando con su mano la de su imagen en el óvalo, como para estar segura de que ella era esa mujer con ojos de niña que le sonreía desde el otro lado. Esa misma tarde preparó sus maletas y dejó para siempre la casona Azul.

Micaela Del Alba

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