1/7/07

Casi Perfecto



"Cuando ella y yo nos ocultamos


en la secreta casa de la noche


a la hora en que los pescadores furtivos


reparan sus redes tras los matorrales,


aunque todas las estrellas cayeran


yo no tendría ningún deseo que pedirles."
Jorge Tellier "La secreta casa de la noche"


A Leila se le salía el corazón por la boca, no podía saber si Pedro vendría esa noche pero había sentido en el estómago todo el día el anuncio de su visita. Casi le fue imposible comer, a las ocho en punto como todas las noches, en el comedor de aquella casa en la que había vivido toda la vida pero que sin embargo no era suya.
Todo estaba perfecto, desde el peinado sin ni un cabello fuera de lugar de su madre, hasta el exacto gratinado de las papas duquesa que mordisqueó tímidamente para no levantar sospecha alguna. Al terminar subió a su habitación, se puso un delgado pijama que ya le estaba quedando corto, desarmó con furia la trenza María con la que su madre disfrazaba sus ondulados y negros cabellos todas las mañanas y esperó…
Cuando sus pestañas caían irremediablemente como arcos de ébano sobre sus ojos, mientras miraba la luna llena presa en los cristales de su cuarto, sintió el maullido con que Pedro se anunciaba en su ventana y se levantó impaciente. Él estaba sobre el verdor del antejardín, con su guitarra y su sonrisa de niño. No había tiempo que perder, dispuso su almohada bajo las sábanas, apagó las luces y sonrió al espejo de su tocador de reojo, sólo para encontrarse más linda que nunca.
Trepó ágil al roble que estaba fuera de la ventana de su pieza y sintiendo la mirada de Pedro sobre ella, como un hada bailó de rama en rama hasta tocar el suelo. Se fundieron en un silencioso abrazo y escaparon corriendo de la mano calle abajo. No eran mas que un par de niños sintíendose los dueños del mundo, sin tener nada se bastaban a si mismos y estaban convencidos de que el universo entero les cabía dentro de los ojos cuando se miraban.
-¿Cuanto me quieres?- preguntó Leila mirándolo de lado, y jugando a ondular su pelo con los dedos mientras caminaban.
-Yo te Amo –contestó pedro abrazándola por la cintura y girándola en ciento ochenta grados.
-¿Cuánto? –dijo divertida, presa de sus brazos.
-Exactamente lo mismo que tu a mi, ni un poco más, ni un poco menos.
-Pero eso es mucho.
-Y aún así, siento que no es suficiente.- no lo decía para halagarla, realmente lo sentía. Se le hinchaba el corazón con este sentimiento gigante, descubierto hace tan poco y tan profundamente conocido.
Cruzaron el río que salía de la ciudad y se internaron en el bosque. Llegaron a un pequeño establo que habían convertido en su refugio, mientras encendían la lámpara a parafina con la que se iluminaban, Leila pensó que ese lugar era infinitamente más cálido que su living perfecto.
-¿Qué haremos cuando pase el verano y no tengamos estas noches?-Preguntó ella mientras una sombra de duda atravesaba por sus ojos oscuros y profundos.
- Encontraremos otro sitio- Pedro sonreía mientras se disponía a tocar la guitarra. Su pelo desordenado estaba empezando a crecer, era una pena que marzo y sus tijeras estuvieran tan cerca.
-¿Y donde? - en verdad no se le ocurría.
-Yo en tus brazos, y tú en los míos – le dijo dulcemente mientras dejaba salir el primer acorde de su guitarra, que voló multiplicándose en arpegios hasta llenarlo todo.
Ante tamaña respuesta Leila arrojó fuera todo temor se acurrucó sobre su hombro y se dejo llevar por la música. Le encantaba escaparse de su pieza; sentir que la vida era estar ahí, simplemente, disfrutando como nunca antes, sintiendo que ese segundo era eterno. Casi todo lo que compartía con Pedro eran momentos robados, su madre le había prohibido verlo en el minuto en que se lo presentó. Cuando le desenredaba el pelo cada mañana, trataba de convencerla de que ella no tenía idea de nada, y la trenzaba sistemáticamente con discursos sobre como la experiencia regala sensatez. Pedro no combinaba con el comedor perfecto, ni su familia estaba acorde a las fotos que colgaban simétricas sobre la chimenea.
Por su parte Gabriela, la madre de Pedro, era escritora y no tenía problemas con Leila. A veces la niña sentía como si en cierta manera se compadeciera de ella en silencio. El padre de Pedro, era músico y se había ido hace tiempo detrás de nuevas melodías quien sabe donde; por eso tal vez cuando Gabriela escuchaba a Pedro tocar, se le empañaba la mirada con recuerdos felices y lejanos.
La guitarra se detuvo y se tendieron sobre el heno a mirar la luna: redonda, amarilla y gigante, por el agujero en el techo del abandonado granero.
Tomados de la mano vieron caer un par de estrellas fugaces.
Pedro miro a Leila.
-¿Que les pediste? – Preguntó con curiosa complicidad-
Leila suspiró hondo y pensó en que pedir… finalmente respondió.
-Si tú estas aquí, a mi lado, yo no tengo nada más que pedirle a las estrellas. –mientras lo decía lo abrazó con la convicción de que ese abrazo era lo más cercano a un hogar, de todo cuanto había tenido.
Se besaron dulcemente, y permanecieron abrazados hasta que los atrapó la aurora. Entonces iniciaron el camino de vuelta por las calles desiertas, jugando a ser eternos amantes, a crecer juntos, a ser felices en algún lugar lejano un día indeterminado pero inefable. Cuando dieron la vuelta en la esquina de la casa de Leila se les fue el color del rostro. La madre de ella, con su peinado todavía perfecto, la esperaba en la puerta sosteniendo la almohada delatora en la mano. Detrás estaba su padre, disminuido y sin ninguna posibilidad de objetar la sentencia lapidaria contra el amor adolescente de su hija.
Pedro le tomó la mano decidido.
-No voy a soltarte ahora. ¡No voy a soltarte nunca!
Comenzaron a correr calle abajo. La cara de la madre de Leila mutó del enojo al estupor; no podía creer que su hija realmente estaba huyendo, en pijama, con su pelo suelto al viento como una loca, de la mano de ese hippie con guitarra. No quería ni pensar en las obsenidades horribles en las que se debían haber pasado toda la noche. Segura de que todo esto lo hacía exclusivamente para molestarla a ella, entró a buscar las llaves y saco el auto del estacionamiento, con la intención de darle captura a esa díscola criatura que inexplicablemente había nacido de su vientre.
Pedro y Leila volvieron a su pequeño refugio del bosque, nunca lo habían visto de día, triste y desolado. Igual a sus almas silenciosas, conocedoras de su cada segundo más próxima separación. Leila lloró un rato en el hombro de Pedro, desconsolada. Quería detener el tiempo, olerlo, tocarlo, aprendérselo de memoria para recitarlo cuando ella quisiera.
Pedro le acariciaba el pelo, no podía creer que los hubiesen descubierto, Leila era todo lo que tenía, ¿Por que las cosas que más quería tenían que partir? ¿Por qué su padre no estaba ahí? Lo recordaba alto, enorme; capaz hasta de despeinar aunque fuera por una vez a su implacable suegra.
Hablaron durante un rato, con palabras que se lleva el viento, se acariciaron a punto de develar el misterio de sus cuerpos, pero no sería la urgencia de una separación la que los llevara por primera vez al acto de amor y unión por excelencia.
Tenían hambre. Sintieron una voz familiar llamándolos. Era Gabriela. Leila apretó firmemente el brazo de Pedro, él le beso la frente.
-Esta bien, es mi mama, no podemos quedarnos aquí para siempre- Le dijo con ternura.
-Anoche si podíamos – ella recriminó en un murmullo, a punto de llorar.
Pedro trato de contenerse, pero una lágrima rodó por su mejilla mientras la abrazaba.
-Anoche fue y siempre será, eso quiere decir “para siempre”- le dijo a su oído.
Gabriela no pudo evitar llevarse las manos al pecho cuando los vio salir del bosque, llorosos y de la mano. No tenía corazón para enfrentar a Pedro con el fantasma de un nuevo abandono, tanta amargura y apenas tenía dieciséis años. Pero era inevitable, Leila y su madre partían a España, para que la niña terminara el colegio viviendo en casa de sus padrinos. A un océano de distancia dos corazones tan jóvenes no conseguirían latir sincronizados:
-Es mejor que se despidan.-trató de sonar más dulce que nunca-
Los niños abrieron sus ojos enormes. No había un Adiós suficientemente amargo para ser pronunciado en ese segundo. Se abrazaron con la paz que solo puede dar la total resignación. Pedro quiso decirle que la encontraría donde fuera; pero prefirió dejarla con la idea de que siempre estaría con ella en el eterno recuerdo de esa noche. Leila si tuvo una última frase para él.
-Por lo menos ahora tengo algo que pedirle a las estrellas- se esforzó por sonreír y regalarle ese recuerdo.
Gabriela llevó a la niña a su casa en silencio, antes que bajara del auto le dijo:
-No sabes la pena negra que siento por Pedro y por ti; no hay manera en la que pueda consolarte, pero necesito pedirte que me prometas algo.-la miró muy seria-
-¿Qué cosa? – Peguntó la niña-
- Que nunca más vas a dejar que tu mamá te vuelva a trenzar ese maravilloso pelo que tienes.
Leila intuyó que esa promesa era un pacto secreto; y le dió el valor necesario para tener entereza.
-Lo prometo – contestó segura.-
Y se marcho, a un destino lejano y desconocido, con su noche eterna latiendo en la memoria
Micaela Del Alba

2 comentarios:

Lumodeoca dijo...

Gracias, kata, esta lindo

Un abrazo

Panchiba

PD: 1)me encanta teillier
2) me encanto que la etiqueta de este cuento fuera "vivan las estrellas fugaces"

Hugo dijo...

Hola Kata, muy bonito tu blog. Nos costó adivinar que eras tú!!
a mi también me encanta Teillier.
saludos, y suerte en el ex.
Cami y Hugo