27/6/07

Soñamos con comprender


Hoy encontré esto en el computadorde mi abuelo, tiene mis poemas de chica transcritos. Te quiero mucho tata, mejórate pronto. y feliz San Cirilo.

Soñamos con comprender,
Pero nadie nace sabiendo.
Errores para aprender,
Aprender a guardar silencio;
Si alguien te ha de ofender,
Contéstale sonriendo;
Tan grande no puede ser
Ninguna ofensa ni apremio.
Ningún gesto grande es,
Cuando va en agradecimiento;
Si aprendes a agradecer,
Aprenderás a vivir contento.
Soñamos con comprender
Pero nadie nace sabiendo.


Micaela del Alba-13 años

26/6/07

La Llave de Oriente I


El reloj despertador la hizo saltar de la cama como todas las mañanas, se metió a la ducha pensando en que debía llegar temprano a su trabajo si no quería que el editor la volviera a recriminar por no entregar a tiempo las críticas de cine. Películas gratis y un sueldo a fin de mes eran su entretenido trabajo, pero ya casi no disfrutaba en las butacas y su vida comenzaba a teñirse de trailer tragicómico francés. Cuando salió de la ducha se miro en el espejo desafiante, tratando de encontrar a la misma mujer de siempre, pero no… los últimos meses de hastío estaban haciendo estragos con su semblante y era inevitable notarlo, tenía que hacer algo.
Salió decidida del baño y llamó a su editor:
-Carlos, lo siento, no llego hoy, ni mañana… ¿me das unos días?
- ¿Por que? ¿Estas enferma?
- Peor todavía, casi no estoy. Por fa, dile a Marcos que me cubra por un rato
- ¿Hasta cuando?
- No lo se, un par de semanas, que importa, te mando mail. Te lo suplico.
-Tu sabes que me cargan los imprevistos, además yo creo que este asunto no pasa de ser una maña de las tuyas, pidiendo siempre excepciones de….
Camila se separo del teléfono, fue a buscar una manzana y se tendió en su futón verde, con la mejor pose de Eva la persuasiva, Carlos seguía con el sermón.
-Porque nunca te tomas en serio los proyectos ni los compromisos que tenemos con nuestros lectores que…
Escoger la mochila ideal era un tema, no sabía por cuanto tiempo tendría que irse, tal vez la roja era lo más práctico pero ¿Dónde la habría dejado?
-¿Me entiendes?
-Perfectamente
-¿No tienes nada que decirme?
-¿Por favor ten piedad de mi? Una sonrisa se le dibujó en la cara, sabía que lo había logrado, otra vez.
-Esta bien, mándame mail en dos semanas o estas fuera, y no puedes tomarte mas de un mes, ¿me escuchaste?
-Eres lo máximo, no te vas a arrepentir, volveré como nueva.
-Me basta con que vuelvas cuando te digo, Camila esto es en serio ¿OK?
-No te lo terminaré de agradecer nunca.
Se despidió, con la cabeza de lleno dada a la tarea de encontrar su mochila roja ¿Por qué tenía que ser tan desordenada?
Tardo una hora y media hora en retirar sus ahorros del banco, el resto de la mañana para ordenar sus cosas, diez minutos para despedirse de su gato y una hora reloj para encontrar su pasaporte. A las cuatro y media ya estaba lista para partir. ¿Pero donde? Acá se puso complicada la cosa, quería irse no para llegar a alguna parte en especial sino para salir de la fomedad donde estaba, tenia la certeza de que su destino la encontraría más temprano que tarde sin que ella lo buscara, pero necesitaba una dirección en mente para empezar. Un dardo en el mapa de Sudamérica le cruzo un minuto por la cabeza, pero lo descarto por cliché a los tres segundos; decidió tomar el primer vuelo que saliera del aeropuerto, y el mejor lugar para buscar eran las ofertas de último minuto en Internet.
¿Paramaribo, Surinam? Camila abrió sus enormes ojos verdes, no tenía la más remota idea de donde quedaba ese país y tampoco es que se muriera de ganas de averiguarlo, le sonaba, moreno, sudoroso y levemente tardío, pero no estaba para regodearse y si se apuraba podía estar en el check in a las seis y volando a las siete y media, luego de evaluar, su espíritu aventurero pudo más que su sentido común; aunque este último nunca había tenido mucha injerencia en sus decisiones de todas formas.
Bajó las escaleras de su edificio, encargó las llaves de su departamento a la señora del boliche de la esquina para evitar la tragedia de perderlas en esas extrañas latitudes, y al llegar al final de la calle miro hacia atrás una sola vez, por si llegara a ser la última; porque uno siempre cree saber, pero nunca sabe.
El aeropuerto fue un tanto confuso, el empleado del mesón le pregunto si se había puesto todas las vacunas, y aunque Camila había visto una jeringa por última vez a los diez años en tercero básico, dijo que si con la más irrefutable de sus sonrisas. Luego le tocó revisión de equipaje, durante los cinco minutos que duró estuvo rezándole avemarías a la Virgen del Consuelo para no tener nada ilegal, olvidado de viajes anteriores en su mochila, por fin en el avión, pidió un Bailys y se durmió profundamente.
Surinam resultó ser una caja de Pandora desde el primer momento, un país muy cosmopolita por decir lo menos, en el aeropuerto se dio cuenta de que el idioma oficial era el neerlandés ¿Cuándo iba a ella a pensar que en un país de esta América bolivariana se hablara una lengua tan definitivamente inteligible? Por suerte se hablaba también ingles y español, con esto a su favor, consiguió un hotel decente a un buen precio y durmió feliz en una cama de plumón ligero y almohadones para regodearse.
La mañana siguiente después de un tropical desayuno se dispuso a recorrer Paramaribo. No pensaba recurrir al cartel de turista que significaba el mapa en mano, pero tampoco se arriesgaría a salir a una ciudad desconocida sin ninguna garantía, así que armada de su vestido más diminuto, veraniego y seductor, cambió veinte dólares en recepción, escribió la dirección y el teléfono del hotel Krasnapolsky en su mano, y con su corto pelo azabache todavía mojado se lanzó a la calle.
Contrastando aquel lugar con sus prejuicios, o “juicios previos” que suena mejor, se dio cuenta de que era moreno sí, pero no moreno chocolate, la mayoría de la gente presentaba rasgos más bien hindúes, descendientes de los inmigrantes indios del siglo diecinueve; era sin duda sudoroso, el cielo tropical le regaló un chaparrón a la tercera cuadra de caminata, si ella hubiese sabido que las cosas acá funcionaban así, esa mañana se ahorra los diez minutos de ducha; era también tardío, lleno de pequeñas e idílicas casitas holandesas, trasladadas intactas al medio de la selva por algún mágico he impensado cataclismo.
Llegó hasta un pequeño mercado, a la orilla de una plazoleta, comenzó curiosa a observar lo que ofertaban en las coloridas telas tendidas en el pasto, habían: gallinas, collares, anillos, radios portátiles, libros, cristales de antiguas lámparas, juguetes a pilas… en fin, una cantidad impensada de objetos de la más diversa naturaleza apiñados en un espacio muy reducido. Una anciana distraída en su tarea de hilar le llamó la atención, se acercó a su tela color verde agua donde se tendían un pequeño número de cachivaches, sus ojos fueron atrapados por una llave que colgaba de un collar con cuentas verdosas y azul oscuro, perfecto para su vestido verde, -¿Cuánto cuesta la llave? preguntó Camila.
La anciana levanto la vista del uso y pareció despertar de un largo sueño, Camila se quedó petrificada por el intenso color azul de sus ojos que resaltaban en la negrura de su piel como zafiros engarzados en terciopelo.
-Esa llave no tiene precio pequeña -le dijo sonriendo- pero si sientes que estas preparada para llevártela, simplemente hazlo.
A Camila muy pocas cosas la agarraban de sorpresa, sobretodo porque para quien nada espera nada es inesperado, pero esa respuesta le hizo un eco suspensivo en el pecho y la dejó sin palabras; la anciana tuvo que haber notado su desconcierto, porque agregó.
-Perdóname linda si esta vieja tonta te asustó, has hecho una muy buena elección, ese collar es precioso y estoy segura de que te será muy útil, te lo puedes llevar sin problema, y te agradeceré que me dejes diez Guilderes a cambio.
Camila continuó dudando, en general cundo algo la agarraba de sorpresa salía corriendo, más por falta de costumbre que por miedo; pero no pudo resistir el impulso magnético de el collar, luego de entregarle el dinero, la anciana volvió a perderse en su tarea de hilar y Camila no se atrevió a preguntarle nada más.
Recorrió un rato más la feria hasta que un aroma delicioso le recordó que ya era hora de tener hambre, se aproximó a una tiendita con techo de totora que vendía una especie de tacos hechos con queso y camarones, pregunto el nombre de esa delicia; pero ante el inteligible dialecto en que le contesto el mesonero, opto por sonreír, pagar, y aplicar el antiguo adagio come y calla.
Cuando estaba terminando la segunda de sus fajitas se desconcertó por un alboroto en la feria, cruzó la calle y un uso voló por los aires. Su sentido propio, que ya había mencionado que era infinitamente mayor que su sentido común, la obligo a ir a ver lo que ocurría, un hombre negro con guayabera zamarreaba a la anciana del puestito en la feria y dos más daban vuelta todos los cachivaches del pañuelo preguntando coléricos por la llave, ella se dio cuenta que tenía que irse, pero uno de los hombres vio su collar en el preciso minuto en que se daba vuelta para salir discretamente calle abajo. Cuando se supo descubierta Camila se olvidó de la discreción y se lanzo a correr como alma que lleva el diablo entre la gente, con estos tres gorilas modelo playero pisándole los talones, leyó la dirección del hotel en su mano, pero no le servía de nada si no tenía idea de cómo ubicarse en la ciudad, sentía los pasos de sus perseguidores resonando rítmicos sobre los adoquines cada vez más cerca, desesperada dobló en la esquina de una callejuela lateral llena de tienditas pequeñas, y casi le da un infarto cuando un brazo la atrapó por el hombro para meterla en una grieta de la muralla cubierta por un pareo de flores multicolores. Quedó apretada frente a un hombre pelirrojo, un poco más alto que ella, que le indicaba con el índice en la boca que guardara silencio. Dadas las circunstancias ella obedeció sin chistar y recurrió de nuevo a la Virgen del Consuelo para que sus perseguidores no notaran las sandalias turquesa que el pareo dejaba al descubierto, y pasaran de largo. Luego de dos tensos minutos salieron de nuevo a la calle, el extraño se presentó.
-Hola, soy Heinz
-Camila Erlinda Del Valle Ortiz – tenía la costumbre de rematar con su enorme nombre completo cuando estaba insegura en alguna situación, como si todas esas letras pudieran agregarle centímetros de estatura a su figura algo menuda-
-Encantado de conocerla señorita, ¿me podría decir qué hace usted con la llave?
-Mmnn…bueno, combinaba con mi vestido -contestó dudosa, y sonrió lo mas inocente que pudo con un atuendo como el que llevaba-
-¿Me vas a decir que no tienes idea lo que traes colgado al cuello?
-Mira, ni le he tomado tanto cariño, ni me huele muy conveniente conservarlo, así que te regalo mi collar y voy por un Amaretto Sour ¿te parece? -ella no lo habría confesado jamás, pero estaba asustada-
El sonrió antes de contestar, ella no pudo dejar de notar su adorable margarita en la mejilla derecha.
-Lamentablemente no es tan simple, a Babane Ela no le ha fallado nunca el ojo así que esa llave es tuya, ya no podemos retroceder; te he estado esperando hace un tiempo, tenemos que partir enseguida ¿Dónde esta tu casa?
-Mi casa esta bastante lejos, pero podemos ir al hotel Krasnapolsky a buscar mi mochila.
-¿Eres una turista? la miró sorprendido, no pudo dejar de notar lo bien que le quedaba su vestido verde.
-Soy- le contesto Camila- pero una tan atípica y particular que he accedido acompañarte antes de preguntar siquiera donde vamos, así que ¿qué me dices?
-Como te decía antes, Babane Ela tiene buen ojo, vamos por tu mochila.
En el camino ella le explicó detalles sobre su vida, en que trabajaba y como había llegado hasta ahí. Él le contó que había nacido en Paramaribo porque sus abuelos eran colonos holandeses. Conocía a Babane Ela desde que tenía memoria, pues ella llegó a la casa de sus abuelos a los catorce años, y les sirvió hasta el día en que ellos murieron.
Cuando el volvió de Oxford, donde estudió Arqueología, se había dedicado por una década a buscar las ruinas del templo de Sarasuati, supuestamente situado bajo el lago Nani, en la reserva de Brokopondo, a dos días de donde estaban. Cuando comenzó su búsqueda Babane Ela le confesó que al dejar la reserva, siendo todavía una niña, su abuela en el lecho de muerte le había encomendado ser la guardiana de la llave de uno de los tres portales que permiten entrar en el Santuario de Sarasuati según la leyenda; él no la había tomado en serio, pero en su último viaje hace dos meses encontró una puerta totalmente cubierta de helechos; tatuada sobre el mármol estaba la imagen de Sarasuati y su mano sostenía una pequeña cerradura. Hizo todo el viaje de vuelta ilusionado, pensando en La Llave, pero cuando llegó, Babane Ela fue absolutamente intransigente; solo podía dar la llave a la siguiente guardiana, y como nunca había tenido descendencia debía encontrar a una mujer lo suficientemente valiente para custodiarla.
-Supongo que te escogió a ti -dijo mirándola de reojo-
-Supongo…-susurró Camila- Tenía la mirada perdida en el horizonte, no podía dejar de pensar que su destino estaba por fin encontrándola, no había sido Babane Ela quien la había elegido, la Llave misma la había estado llamando a miles de kilómetros de distancia.
Recogió todas sus cosas del hotel e hicieron el check out tan rápido como pudieron, al salir en el auto de Heinz, Camila pudo ver a los matones de guayabera entrando en el lobby.
-¿Y ellos quienes son?-dijo señalándolos -hasta ahora había olvidado momentáneamente la parte más inquietante de la historia.-
Heinz se puso pálido al verlos.
-No pensé que llegaran tan rápido, salgamos de aquí pronto y podré explicarte todo con más calma en el viaje.
Compraron provisiones y salieron de Paramaribo, en la carretera Heinz le contó que los tipos que la seguían eran de la tribu de los Marunes, casta de los Saramaka, igual que Babane Ela. Ellos también buscaban exhaustivamente la llave para saquear el Santuario, y de este modo, financiar con sus riquezas la resistencia armada que sostienen contra las compañías madereras, que ambicionan destruir las reservas donde viven, no comprenden el valor del Santuario y no dudarán al momento de profanarlo si eso puede traducirse en armamento.
A Camila le había empezado a doler el cabeza, todos los acontecimientos de hoy le parecían inverosímiles, dejó a un lado la maraña de hechos sin pies ni cabeza por un momento:
-Necesito Internet ¿podemos parar en un lugar donde pueda escribir un Email?-preguntó
-Heinz la miró desconcertado-¿No has escuchado nada de lo que te dije?
-Por supuesto, ahora yo te voy a contar mi historia-dijo con su natural encanto, sumamente eficaz - vivo en Chile, un país largo y angosto olvidado de la mano de Dios, trabajo en una revista y necesito comunicarme con mi editor antes de dos semanas, como supongo que en este Santuario donde nos dirigimos no hay wi-fi, te agradecería muchísimo poder atender algunas de mis necesidades laborales, antes de asumir mi nuevo rol de guardiana de una llave milenaria y ser perseguida por unos roperos azabache con guayaberas, mientras corro a salvar un templo enterrado. ¿Te parece bien?
-Como guste- contestó sin chistar; era innegable que algo muy especial tenía esa mujer-.
Durmieron en un motel del camino. Conexión telefónica mediante, ella pudo mandar un mail a Carlos contándole que estaba en Surinam pasándolo increíble en las playas, que había pensado tomarse el mes enteró y volvió a darle las gracias por su merecido descanso, “ahora al fin sé lo que es no tener ninguna preocupación”. Mientras escribía pensaba por que no había optado por un paquete todo incluido a Búzios para vacacionar, como el común de los mortales.
Partieron temprano, se supone que llegarían a la puerta antes del atardecer, a Camila le bajó la curiosidad, uno de sus rasgos más característicos, llevaba sus veinticinco años indecisa sobre si calificarlo como defecto o virtud.
-¿Cómo se supone que es este Santuario?
Heinz la miró con una sonrisa y los ojos iluminados, se notó que había estado esperando esta pregunta desde que la arrinconó en la grieta de la callejuela Paranimberense.
-El Santuario de Sarasuati de supone fue edificado por los primeros hindúes que llegaron Navegando a este país, es el último bastión del conocimiento y las artes originales del lugar; anterior a la llegada de los colonos, incluso anterior a los Marunes y sus distintas castas. Sarasuati es la Diosa de la ciencia, la armonía, el lenguaje y la música, en honor a ella este Santuario está tallado en mármol y piedras verdes y turquesa, como las de tu collar; cada pequeño centímetro es una joya y se supone habitado por la casta de los inmortales. Que más te puedo decir, un pequeño cielo aquí en el corazón de Surinam, el país más pequeño de América.
-¿Y alguien lo ha visto? –no es que ella fuera desconfiada, pero los años le habían enseñado a no creer de buenas a primeras cuando un extraño le prometía el cielo en la tierra, esta no sería la excepción-
-Bueno, supongo que seremos los primeros -bromeó Heinz- los relatos más actuales son papiros que datan del siglo trece, por lo tanto; digamos que alguien lo ha visto de seguro, pero no existe en el mundo quien pueda dar testimonio de su existencia.
A Camila se le aceleró el corazón, sentía que por primera vez en mucho tiempo estaba siendo protagonista de una historia que merecía ser contada, y no mirando desde las butacas. No tenía idea de cómo concluiría todo esto, pero por lo menos lo averiguaría antes del anochecer.

24/6/07

Plegaria



¿Cómo va a ser esto una casualidad?
Si todo cuanto existe es perfecto,
Desde la luz, que nos regala claridad,
Hasta el olor a lavandas de mi huerto.

Solo un segundo me detengo a observar,
No puedo más que conmoverme agradecida,
Las nubes, el verde, las montañas, el mar…
Cada eslabón del milagro de la vida.

Dejémonos inundar por aquel amor,
Que nos une como piezas de un gran todo,
Porque amando la alegría y el dolor,
hacemos nuestras a la flor y al lodo.


Esto es mucho más que una casualidad,
Que nos llene de gozo este aprendizaje,
El alimento del alma, la caridad,
Nos acompañe siempre, durante este viaje.
Micaela Del Alba

Extraño Tè



"Hoy quisiera ser viejo y muy sabio y poderte decir lo que aquí no he podido decirte, hablar como un árbol, con mi sombra hacia ti". Silvio

Subí a tu ascensor con tres espejos, sus reflejos me devolvieron: mi pelo largo, mi chaqueta verde oscura, mi cara de incertidumbre, mi mochila amarilla, mis ojos de signo de interrogación, y mis dedos entrelazados en un nudo nervioso en la espalda sobre mis jeans. Cada uno de los pisos me sumo valor. Se abrió la puerta y salí al pasillo junto a esas tres ilusiones repetidas del yo. ¿Y dónde estaba yo? estaba en muchos lugares además de frente a tu puerta: estaba hablando por teléfono con otro, estaba recordando tu último olvido, estaba pensando si me veía bonita ¿Qué burdo no?; pero sobretodo estaba preocupada de qué decirte, o más bien dicho, estaba convenciéndome de que esta vez si te lo diría. Toqué el timbre, el sombrío reflejo de tus ojos azul oscuro me negó el ¡que wenna verte! que salió cordial y congelado de tus labios.
-¡que sorpresa!
Eso sí te lo creí, Sé que ya no te gustan mis sorpresas, desde que solo son visitas relámpago cuando estoy enojada por algo, amenizadas con una cerveza con sabor a jabón. Me da saudadi ya no darte sorpresas felices y entretenidas como antes; estrellas nacidas de mis manos, libros, música tocada de memoria por mis ágiles dedos en el piano de tu espalda, bailes, juegos de colores y palabras, “es mejor abrir un regalo a la vez, que abrir uno solo y que sean tres”. No fue hace tanto tiempo, pero me parece estar a un siglo de esos momentos atrapados en mi memoria, junto al olor a palo santo de tu pieza.
En la ventana la ciudad horrible y sucia, dentro de la ventana un nosotros menos horrible pero igual de sucio, artificial e impersonal. Ya no me gusta casi nada de cuando estoy contigo; hablamos de otra gente y no de ideas, cambiamos los caños por el alcohol y las buenas películas por estupideces como “I love Pinochet” ¿Cómo fue que llegó a pasarnos esto a ti y a mí? como un desesperanzador consuelo, me sigue gustando tu olor. Ahora te visito y trato de explicarte cosas que ni yo misma entiendo. Pero hoy fue la última de mis predecibles visitas sorpresa, hoy no solo te dije por vigésimo segunda vez que no podíamos seguir viéndonos. Hoy también me lo dijiste tu, por primera y última vez, cortante y definitivo.
- No quiero que vengas más, al menos no de sorpresa.
Tu afirmación fue tan poderosa que hasta caló en la sonrisa perfecta que siempre mantengo cuando estoy contigo. Antes era espontánea, hoy la vigilo constantemente en el reflejo de tus ojos que me miran sin verme. Ahora la distancia era mutua y gigantesca, Las luces de los faroles llamaron a la noche, y en el celular otro me avisó que era hora de partir. Me puse la ropa, tú ni me miraste, me sentí triste en un ambiente de artificial liviandad. Supe que no iba a volver a tu departamento… mejor, no me gustaba nada. Mientras llamaba al ascensor me devolviste al hall, donde apuré las últimas bocanadas de un casi huérfano cigarrillo, pero no hubo siquiera un atisbo de la complicidad de antaño.
Me gustaba mucho más cuando estábamos más lejos, pero más cerca, cuando no figurabas en ninguna parte y solo teníamos los fortuitos encuentros que nos regalaba el destino, en los que podía llamarte con propiedad compañero. Hoy solo nos separan dos horas y no una noche de viaje, estás en mi celular, en mis fotos, en mi msn, y de todos ellos puedo borrarte. ¿Podré también borrarte de mi memoria?
Subí al ascensor, con tres espejos; el reflejo me devolvió mi pelo largo, mi chaqueta verde oscura, mi cara de desilusión, mi mochila amarilla, mis ojos limpios para mirar al mañana sin preguntarme más por ti, y mis dedos entrelazados en un suave abrazo por delante, sobre mis jeans.
Salí a la calle a la hora que todos transitan cansados de vuelta a sus casas, es impresionante lo sola que me siento, entre toda esta gente atareada y automática busco esperanzada una sola sonrisa gentil y cómplice que me confirme que todo estará bien. Es inútil, hoy no hay para mi un dulce granito de sal en este mar de gente .De nuevo me llaman, invento una excusa cualquiera para quedarme un rato más por última vez contigo, o más bien dicho , con tu recuerdo. Entro a un pequeño café, me siento en una mesita de la esquina, pido un té exótico e impronunciable y me traslado a mejores recuerdos que los de hoy. Cuando esperaba toda una noche para disfrutar del desayuno contigo en la mañana, hoy elegiría el tazón de Kafka para mi extraño té mientras te extraño. Me gustaba más tu otro departamento; en la ventana no estaba la ciudad sucia, sino mil mundos pequeñitos, brillantes y eléctricos, con minúsculos seres mudos testigos de nuestro reflejo desnudo escuchando a Chopin. El teléfono vuelve a sonar, recordándome que alguien me espera. Pido la cuenta y me observo sonriente en el reflejo de lo que queda de mí té, esperando que algo lindo te quede de mí.
¿Sabes qué es lo que más me gustaba de tu antiguo edificio? Que los ascensores no tenían espejos.
Micaela Del Alba

17/6/07

Milagro



Lo más increíble de los milagros
es que ocurren.
G. Keith Chesterton


Cuando Muriel giró la manija de la puerta, esta se abrió lentamente con un largo chillido. Todo estaba tal como lo recordaba. Al sentir el aroma de los ramitos de lavandas que coronaban el umbral, retrocedió automáticamente diez años hasta los brazos tranquilizantes de su abuela; desde que la Oma no estaba que a la casita le faltaba la calidez de una dueña y el olor a postres de leche en la cocina. Cada vez que había necesitado olvidarse del resto del mundo ella había estado para abrazarla, con sus ojos amarillos brillando bajo los cristales ovalados de sus lentes y sus interminables historias en la mecedora. No pudo dejar de extrañarla más que nunca, pero al mismo tiempo se alegró de que no fuese testigo de su pena más amarga.
Debía ahora adueñarse de la cabañita, prender fuego en la salamandra, barrer y ventilar, vaciar su maleta en el delicado ropero y luego… tendría todo el tiempo del mundo para descansar y pensar en que haría con esta vida que se le había caído encima a pedazos.
Un cascarón de nuez era el refugio de madera situado en las faldas del bosque. Muriel no era muy alta, pero de todas maneras debía agacharse en la mayoría de los dinteles color caoba para no chocar mientras transitaba por los diferentes espacios. En el living estaba la mecedora y tres cojines anchos y redondos de terciopelo verde gastado a modo de sillones; una salamandra en el rincón y una mesita redonda de mimbre entretejido. En la cocina, el lugar más espacioso de la casa, o sería tal vez más preciso describirlo como el menos pequeño, se extendía un mesón color azul, y una mesa del mismo tono con tres banquillos. Las paredes estaban completamente cubiertas de repisitas y especieros, y del techo colgaban ataditos de menta, boldo, manzanilla y toronjil; especiales para las agüitas perras quitapenas. Al lado de la puertita que daba al huerto, estaba la cocina a leña, que de tan pequeña parecía de juguete.
Bastó con desempolvar un poco y prender fuego para que el lugar estuviera confortable. Abrió la maleta, dispuso su ropa y guardó las provisiones para la semana en las distintas gavetas de la cocina. Le alegró ver que la loza con florcitas celestes seguía en su sitio, igual que el cuaderno de recetas escritas por la Oma en manuscrito sobre
delgadas hojas, hoy amarillentas.
Se preparo una agüita de toronjil que endulzó con la miel que le había regalado Pedro, el cuidador que vivía como a medio kilómetro cerro abajo, mientras la revolvía se perdió en el remolino verde aguachento de su tacita y recordó el accidente.
Todo habría sido distinto si la carretera no hubiese estado recién mojada por la lluvia, o si hubiera ganado el equipo de los amores del pobre borracho que buscaba ahogar en pisco las penas de la derrota. Tal vez si hubiese escuchado a Martín se habrían ido antes del cumpleaños… Una amarga lágrima le rodó por la mejilla.
Se puso su pijama de franela, tomó doble dosis de los tranquilizantes que le recetó el doctor y se acunó, como una niña, en el mullido somier del altillo que fuera la pieza de su Oma. Aunque era imposible, le pareció sentir su inconfundible olor junto a la almohada y su suave mano acariciándole la frente justo un segundo antes de caer dormida automáticamente producto del Valium.
El Chucao la despertó a primera hora en la mañana, desde la ventanita redonda del altillo pudo ver el bosque de araucarias y el valle cubierto de neblina, mullida como el algodón. Se acordó de Martín; el siempre había querido venir, y ella nunca lo había traído… siempre le decía: el próximo fin de semana largo, las siguientes vacaciones. Como si no tuviera ya suficientes culpas a su haber, se
sintió culpable también por eso.
Su día partió con una larga tina en la diminuta bañera del único baño de la casita, con azulejos celestes en los que se trepaban
delicadas verdes madreselvas de acrílico.
Al medio día se forzó a comer, aunque fuera un poco. Si no lo hacía, cuando volviera la llevarían otra vez a la clínica, ese horrible lugar donde no hacía otra cosa que llorar por Martín y sentirse la
mujer más desdichada del planeta.
Durante la tarde dispuso la mecedora frente a la ventana y preparó sus palillos. Había traído cinco ovillos de lana gruesa, sólo sabía tejer bufandas con punto arroz, pero sospechaba que de este viaje volvería con una bufanda muy larga. Cuando llevaba ya un buen tramo, entre punto y punto su mente la llevó de nuevo al accidente. En la carretera Martín la había obligado, como siempre, a usar cinturón de seguridad. Bromeaban especulando sobre la verdadera edad de la cumpleañera cuando sintieron el chillido de las ruedas de la camioneta de aquel borracho frenando en la ventana del copiloto. Muriel nunca olvidaría el sonido del click definitivo con que Martín se libró del cinturón para interponer su cuerpo entre ella y el vehículo fuera de control. El golpe fue duro y seco, pero no perdió el sentido… pudo ver como se le escapaba la vida al que fuera su compañero de tantas noches, y leyó en sus ojos mil palabras que nunca llegaron a sus labios. No era necesario que se las dijera, ella todo lo sabía. Lo sabía tan bien que no la sorprendió nada que él ofreciera su vida para salvarla. Lloró abrazada al cuerpo inerte de Martín durante la eternidad que tardo en llegar la ambulancia, se desesperó al sentir que se helaba entre los brazos sin que ella pudiera evitarlo; si tan solo...
El tejido cayó de sus manos mientras lloraba desconsolada en la mecedora, volvió al living y a la ventana. ¿Es que esto no acabaría nunca?
Luego de tres días en que había sido un espíritu rondando y redescubriendo la casita de su Oma, tropezó de nuevo con el cuaderno de recetas. El marcador, una delgada cinta roja, estaba en la página de la leche asada y se le hizo agua la boca por sentir ese lácteo dulzor disolverse en su lengua lentamente. Este antojo tan persistente logró que se hiciera el ánimo para ir a la casa de Pedro a conseguir leche y huevos frescos. La pequeña caminata le oxigenó el alma, una suave brisa le acariciaba el rostro y sintió el gusto de bajar el monte siguiendo rítmicamente el sonido del esterito que se extendía desde la cima de la montaña hasta el pueblo. Pedro se alegró mucho de verla y cuando Muriel le hizo su solicitud él mando a su hija a ordeñar para que la patroncita se llevara leche todavía tibia, recién salida de ubre y le ofreció media docena de huevos de sus mejores ponedoras.
Al llegar a la casa Muriel noto que el olor a lavanda y a especias la adormecía un poco, como ya tenía suficiente con el valium, abrió pequeñas ventanas y secretas escotillas para “orear” como decía su Oma. Prendió la cocina a leña para calentar el horno, puso la leche a hervir en una tetera sobre la salamandra, mientras tanto acarameló generosamente una fuentecita de lata y se distrajo siguiendo las instrucciones del cuaderno, escrito con una apretada y cursiva letra manuscrita. Se le oscureció esperando que estuviera lista su obra, cuando sintió crujiente el caramelo sobre la leche cuajada, la retiró del horno y sin siquiera sacarse el delantal, se sentó en un banquillo a la luz de la palmatoria, para apurar la primera cucharadita. Muriel había borrado de su mente lo que era sentir un placer, se trasladó a los domingos de postres con sus primos en la casa de la playa, las tardes interminables de carioca que casi siempre terminaban con la Oma victoriosa. Sin darse cuenta se devoró la mitad de la fuente, una pequeña nausea le avisó que no podía continuar comiendo así en un periodo que prácticamente había sido de ayuno. Era una pena que ya fuera de noche, el azúcar le había provocado muchas ganas de volver a salir a caminar, pero tendría que ser mañana. Ésta vez tomó solo la dosis indicada de tranquilizantes y fue suficiente para enviarla a un sueño inconsciente y vacío.
La mañana siguiente optó por una ducha en vez de la habitual tina, tuvo que agacharse para poder lavar su largo pelo color caramelo y se sintió algo mareada, poco antes del medio día se desayunó la otra mitad de la fuente de leche asada, tendría que ir por más leche a su regreso, sentía unas ganas incontrolables de alimentarse de postres durante toda la semana.
Salió al patio y su primer impulso fue dirigirse cerro abajo como el día anterior, pero inmediatamente cambió de opinión y comenzó a caminar hacia el bosque. Tardó solo una media hora en empezar a adentrarse en las entrañas de verdor, araucarias y humedad. Al cabo de largo rato descubrió una piedra en forma de meseta, el lugar perfecto para meditar, desde el accidente que no lo hacía y solo Dios sabía cuanta falta le había hecho. Le costó el triple de lo habitual concentrarse, las imágenes del choque se intercalaban con recuerdos de ella junto a Martín y hasta los momentos más triviales estaban ahora convertidos en un tesoro invaluable. Cuando estaba punto de rendirse lo logró. Lo infinito de los árboles eternos la invitó a buscar en su alma el perdido equilibrio y la justa proporción. Muriel sondeaba su centro suplicando por tranquilidad, sabiduría y claridad cuando pudo sentir al bosque susurrándole a su espíritu, mostrándole su infinita pequeñez. Esos árboles estaban allí desde antes que el alma de la Oma fuera una pequeña semilla latiendo en el universo, y continuarían estando allí cuando Muriel tuviera sus propios nietos. En ese segundo se avergonzó de todas sus culpas, ella no podría haber hecho nada por salvar a Martín, así estaba escrito que ocurriera. Lo que le estaba pasando no era definitivo, ella no tenía idea del sentido real de ese término. Como un frágil suspiro pasaría por el mundo, y su vida entera no era más que un abrir y cerrar de ojos de este bosque milenario, en el que las primaveras retroceden y se proyectan desde y hacia el infinito… bastaba ser y sentir. En ese instante visualizó a Martín frente a ella, sonriéndole envuelto en un dorado resplandor. Se tomaron de las manos en un gesto sublime, no hubo palabras, ella lo sintió tibio y por fin estuvo tranquila. Dejó ir su pena, y le agradeció en silencio su sacrificio, se fundieron en un último abrazo; Martín comenzó a diluírsele en un polvo dorado que se elevaba cual incienso hasta el cielo. Muriel se sintió libre, tranquila, en paz.
Fue entonces cuando la sorprendió el primer latido de ese pequeño corazón, continuó respirando pausado y puso atención a su cuerpo; su útero latía, rítmico y constante. Entonces se dio cuenta que el atraso de su menstruación era mucho más que un desbarajuste nervioso, entendió su antojo de leche asada, las nauseas, el mareo de esta mañana; le pareció sentir el abrazo tranquilizante de su Oma felicitándola.
Un niño de ojos amarillos crecía en su vientre; la vida se abría nuevamente camino por sobre la oscuridad del luto y la tristeza.
Al abrir los ojos se encontró en medio del bosque, Muriel se sorprendió de nuevo con las lágrimas de sus mejillas; pero sonrió agradecida, esta vez, eran de felicidad.
Micaela Del Alba

15/6/07

Vencer a La Ciudad


…soy como un vino añejo.
Hace ya tiempo me ando buscando,
Y no me encuentro ni en el espejo
Estopa.


Arturo se despertó con un endemoniado dolor de cabeza. Como siempre, ya estaba tarde para el primer bloque, no podía llegar atrasado a Tributario otra vez. Una buena ducha debía resucitarlo. Al tratar de moverse, descubrió un cuerpo desnudo en su cama, con un poco de esfuerzo pudo recordar. Era Amanda, amiga de Diego, estudiante de intercambio. Recordó que anoche hubo una junta en el departamento, una noche “de aquellas”. Ya no había diferencia entre lunes miércoles o sábado. Toda la semana el boliche central estaba disponible a cualquier hora para quien llegara con algo por lo que valiera la pena mantenerse despierto. Trató de moverse sin tocarla pero no lo logró.
-¿Tío que hora es? –Preguntó desperezándose con su delicioso acento español-
-mmn…Las siete y cuarto –contestó él un tanto nervioso- todavía no se acostumbraba a despertar con extrañas en su cama; aunque había venido haciéndolo por un rato durante el último tiempo. Era como si algo dentro de él le impidiera aún convertirse en un absoluto desvergonzado.
-¡Hostia! Estoy muy tarde, ¿vas a la facultad?
- No, voy a otro lado, mis clases parten el segundo bloque- Mintió porque sentía la urgencia de separarse de ella-
-Muy bien, nos vemos entonces, no te preocupes por la ducha, paso por mi piso antes de ir a la Facu .Cuídate, a ver si nos topamos.
Despreocupadamente se vistió, ordenó sus cosas, y gritó un chao mientras él estaba en la ducha. Durante el segundo que permaneció acariciado por el agua caliente, Arturo meditó respecto a cuanto más conveniente eran las extranjeras para un affaire. Sobretodo las europeas; con las latinas todavía no se podía saber si les iba a bajar lo emotivo en la mañana. Al salir de la ducha se miró un segundo en el espejo empañado, su autómata reflejo desvió la mirada, sutilmente. Últimamente le estaba empezando a incomodar esa cara como perdida que lo rehuía constantemente en el rectángulo del baño. Sentía como que reprobaba una especie de test de blancura las mañanas de resaca, especialmente cuando había alguna nueva extraña en su cama.
Cuando salió del baño, Diego tomaba café en el mesón de la cocina. Lo aplaudió bromeando.
-Eres un Master, te hubieras visto ayer con Amanda, te la diste vuelta en cinco minutos, y no es que yo no haya tratado. Esa tipa no es fácil. Me tienes que dar la receta.-Diego estaba francamente intrigado, en sus pupilas brillaba una envidiosa admiración.
-No hay recetas, es solo jugar un rato a estar enamorado – le dijo mientras escogía el soundtrack del día para su discman.
-¿Cómo es eso? preguntó Diego intrigado
En el año que llevaba viviendo con Arturo había perdido la cuenta de las mujeres que habían pasado por su pieza, siempre conseguía lo que se proponía. Aunque nunca durara más de un par de semanas de educada alternancia. ¿Cómo podía hablarle él de amor?
-Bueno, yo ayer estuve durante dos horas enamorado de Amanda.-afirmó absolutamente serio-
Diego no pudo evitar una risotada.
-Puede ser que no me creas, pero es cierto; confieso que esta mañana casi había olvidado su nombre. Pero ayer, solos frente a todo el mundo, hablando de nada, fingiendo ser conocidos sin conocernos. Me enamoré de su acento, de su sonrisa, de su cortísimo pelo rubio. –Mientras lo decía la recordaba, pero ya no podía anhelarla; de hecho esperaba no verla en un buen tiempo-
-Si tú lo dices…-Diego miro al cielo raso convencido de que le tomaba el pelo, agarró su mochila y se fue a la Universidad.
Arturo eligió “History of Funck II” regalo de Antonia; desde anoche, la penúltima de sus conquistas. Salió acompañado de Parlament y su “Chocolat City” a enfrentar el matinal y cotidiano encuentro con la capital. Sus audífonos eran un efectivo escudo ante la posibilidad de que, inesperadamente, a algún desconocido se le ocurriera la insensatez de intentar un diálogo en la ciudad sobre-poblada y vacía. En la calle todo estaba gris como siempre, pero los acordes pseudo-setenteros rebotando en sus tímpanos lo hicieron soportable, casi grato. Caminó en medio de esa gente apurada y automática de la misma forma que si no hubiese nadie, compartiendo el silencioso rito, ellos no estaban para él y él no estaba para ellos. Era casi ilustrativo observar como se movían sin chocar sin siquiera mirarse las caras.
Arturo corrió para alcanzar el último vagón del metro justo a tiempo. Cuando entró, el inconfundible James R.I.P. desbordaba sus oídos con deliciosos decibeles. Vio su reflejó en la ventana del metro durante un segundo; pero sus ojos se desviaron inesperadamente, atrapados por otra mirada. Una menuda desconocida de abrigo rojo le sonreía, pero no con descaro o coquetería, lo hacía dulcemente. Arturo pensó en Blanca, su madre, y dio la espalda al reflejo, avergonzado frente a su recuerdo. Si ella siquiera imaginara lo que estaba pasando casi a diario en el departamento que fue de su Abuelo, se lo quitaría sin pensarlo dos veces. Pero a Blanca solo le interesaba que a su hijo le fuera bien en la Universidad, que fuera abogado como su padre R.I.P. Y que viajara dos horas cada domingo para almorzar, con ella y sus invitados de turno en el piso doce del departamento viñamarino donde vivía desde que quedó viuda. Últimamente lo había estado molestando un poco para que le llevara una polola; “pero una de verdad”, había rematado con su delicado tonito de reprimenda; como si esas amigas que lo llamaban entre el aperitivo y el postre no existieran. Tal vez no existían, a lo mejor su pluralidad terminaba tajándolas como en una operación de simplificación de múltiplos equivalentes. Arturo nunca estaba solo, pero tampoco estaba realmente acompañado. Su compañera siempre estaba un pelo por debajo del límite de lo realmente desafiante; ninguna sobresalía ni para bien ni para mal; solo estaban ahí; igual que su reflejo en el espejo. ¿O no?
Detuvo sus cavilaciones al bajar en la estación, corrió tres cuadras para llegar a Derecho tributario justo a tiempo.
-¿Del Río Arturo?
-Presente-No pudo más que sonreír, se le ocurrió preguntarse a si mismo si realmente estaba presente.
. Aunque la Ley de Impuesto a la Renta se le clavaba en la mitad de la cabeza, pudo seguir el hilo de la clase; como si pusiera en off todo cuestionamiento para pensar sobre la elaborada abstracción normativa. Si todavía seguía en la facultad era porque había convertido el estudio en su refugio. Cuando no podía acallar las múltiples voces que sonaban permanentemente en su cabeza, las hacía a todas recitar a coro un par de artículos y se lanzaba a cavilar con brillantez sobre cosas que no existen; las únicas respecto a cuya forma los hombres pueden ponerse absolutamente de acuerdo.
Una clase y otra más, salió como a las cinco y se fue de chelas con Martín, su mejor amigo de la facultad. Hablaron un rato de cosas triviales, como la última película de Lynch y las piernas de diosa de la ayudante de Civil III. Arturo se puso serio repentinamente:
-Martín, ¿no has pensado alguna vez que estamos vacíos?- se lo lanzó así, a quemarropa.
Su amigo lo miró un minuto de lado, como evaluando si se trataba de una trampa para hacerlo filosofar porque sí, o una duda que le interesaba dilucidar.
-Si, lo he pensado – le contestó medio resignado- Pero algo me hace presentir que no tenemos tiempo para eso, esta vida es más corta de lo que pensamos viejo, hay que saber vivir. La vacuidad no puede ganar la batalla.
-Pero… ¿que es lo que te mueve? – intentó llegar más lejos, su discurso le sonaba algo repetido-
- Mnnm… más que lo que me mueve puedo decirte lo que me mantiene de pié. Saber que hay en el mundo ideales; no es necesario que sean gigantes, basta con llenar tu día con una casi imperceptible esperanza de hacer por lo menos una pequeña cosa mejor que ayer; acercarte de alguna forma a lo que siempre has querido ¿me entiendes?
Los ojos de Martín lo miraban expectantes, casi inquisidores; como si hubiese estado esperando una ocasión para tirarle ese consejo disfrazado de respuesta. Los interrumpió el oportuno timbre del celular que obligó a Martín a desviar la atención. “Lo que siempre he querido” pensó Arturo perdido en el fondo de su vaso de cerveza casi vacío. ¿Y que chucha quiero? La pregunta no llegó a su boca.
.-Viejo, lo siento me tengo que ir, me llamó una mina que conocí, me encanta, quiere que vallamos al cine hoy. ¿Entiendes no?- dijo Martín algo avergonzado-
-Si viejo perro, valla no más ya sabe, ¡al hueso! Mañana me cuenta.
La máscara de la sonrisa había vuelto a su cara. Martín lo miro algo desilusionado, le dio un abrazo y le palmeo la espalda.
-Piensa en lo que te dije, puede ser que te haga sentido.
-Ok viejo, gracias. A todo esto ¿Cómo se llama la afortunada?
- Muriel. Dijo distraído mientras se iba, pero Arturo pudo notar como se le iluminaba el rostro. Era una pena que Martín fuera a enamorarse ahora, era su cable a tierra, una de las pocas cosas reales que le iban quedando.
Decidió caminar en vez de tomar el metro, dejó los audífonos de lado y se dejo embestir por la ciudad absolutamente desarmado, preparado para una derrota. Recorrió las calles como un ser anónimo en esa masa de gente que vive junta sin convivir. Solo círculos cerrados, que todos los días pierden orgullosos la oportunidad de sostener una mínima interacción.
No llovía mucho, pero hace un día la lluvia había limpiado el aire, por lo menos era grato caminar por el parque. ¿Qué chucha quería? Quería ser abogado; pero eso no valía, lo quería también su madre, que amorosamente lo embaucó convenciéndolo que “se lo debía” a su viejo. Quería no meterse más con mujeres que lo dejaban vació preguntándose weas, caminando por el parque con el brutal y verdadero soundtrack de Santiago: las micros rechinando, las bocinas sonando, la gente gritando silenciosa.
Se detuvo frente a una fuente, el agua le devolvió su reflejo. Descubrió que eso era lo que quería más que nada en el mundo, encontrarse ahí, mirarse y estar. Sentir que su cuerpo y su alma vivían al fin juntas y lo miraban de frente… sin miedo, sin culpas, sin recriminaciones. Simplemente siendo. Cuando lo lograra no estaría más solo, iría consigo mismo a todas partes.
Un segundo antes de caminar de vuelta a su departamento se encontró en la fuente con unos ojos que le eran conocidos y una cálida sonrisa, Arturo no creyó que esa mujer estuviese realmente ahí, hasta que sintió su delicada mano tocándole el hombro; al voltearse, aún incrédulo, quedó mudo ante la desconocida que por primera vez lo miraba sin reflejos de por medio, seguía teniendo un aire a su madre, pero mucho más leve.
-Hola- dijo él un poco perturbado- ¿Nos conocemos?
-Hola -su voz era deliciosamente tibia- No realmente, te vi hoy en el metro. Pensé que tal vez había algo en lo que pudiera ayudarte.
Arturo se quedó perplejo ante su naturalidad. Por supuesto que lo había.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó-
-Casandra –ella lo miró con unos preciosos ojos verdes, que combinaban perfecto con el rojo de su abrigo-
-Bueno Casandra… ¿Tienes algo que hacer el Domingo?

Micaela Del Alba

13/6/07

La Habitación 157


“La realidad no es más que una ilusión…
Endemoniadamente persistente” A. Einstein.

Estaba en la habitación ciento cincuenta y siete del hospital, todos creían que era un número sin ninguna importancia, pero él sabía que no; también sabía que ya no podía comentar con nadie las innumerables coincidencias que habían terminado arrojándolo al abismo del sin sentido.
¿Qué era, después de todo, el sentido? desde el otro lado, la línea de la razón se veía como una pita de cáñamo que aprisiona a la masa en la mediocridad; una melodía sin ton ni son, que los mantiene a todos cantando la letra de una canción aburrida y melódica. Él ya no estaba ahí, hace un rato que todo empezó a cerrarse a sus espaldas, al principio solo estaba sorprendido, murmuraba "no puede ser", al ver como las piezas empezaban a encajar en los engranajes con la perfección de un reloj suizo. Todo lo que deseó pudo tenerlo, si en ese momento hubiese sabido cuanto tendría que pagar por aquello, se habría largado a vagar por los rincones más recónditos del mundo hasta que el destino le sacara los ojos de encima, pero la feliz ignorancia lo convencía de que estaba viviendo la mejor racha de buena suerte que hubiese tenido jamás.
La enfermera entraba a la habitación preguntando en plural ¿Cómo amanecimos hoy? trataba de que su voz fuera alegre, pero mas bien parecía estarle haciendo tristes arrumacos a un niño de veintiocho años, tendido en la cama, sin ánimo de jugar. A él le daban ganas de contestarle: No se como ni con quien amaneció usted, pero yo amanecí como las pelotas, hastiado de estar empezando mi tercera semana en este maldito hospital… pero no le dijo nada, ¿para que? Ni ella lo escuchaba ni él quería realmente hablar. Tampoco quería comer, pero rumiaba lentamente su desayuno para evitar que la histérica bulímica de la nutricionista fuera a darle una charla de buena alimentación con su hálito vomitivo, como la primera semana.
Había pedido que sacaran el televisor del cuarto, sabía que podían observarlo a través del monitor, y aunque pareciera una ridiculez todavía tenía miedo, porque continuaba resistiéndose a lo que le pedían. Aparecían en sus sueños, llamándolo a la cordura, susurrando que todo iba a estar bien si simplemente se abandonaba a si mismo y vestía el traje gris con propiedad el resto de su vida, entonces él despertaba a medianoche gritando ¡NUNCA!, rompiendo la paz del hospital, enfrentando valiente las tres jeringas tranquilizantes que lo lanzaban más allá de los brazos de Morfeo. Así pasaba un día y otro más.
Cuando la buena racha no acababa, comenzó a sentir el poder aproximarse, se dio cuenta que convencía a los demás ya no fundado en su locuacidad o aparente calidez, descubrió que había algo más en la vida que pensamientos y actos, una dimensión intermedia en la que de alguna manera inexplicable él había logrado adelantar la reacción a la acción. Luego de vivir un tiempo en este limbo, empezaron los primeros De Ja Vous, al comienzo no les dio mucha importancia, después de todo, no era tan anormal sentir que ya se ha pasado por un determinado momento, además no estuvo seguro de donde procedían las imágenes, hasta que fue demasiado tarde.
El doctor Grau irrumpía, como siempre, tres minutos antes del mediodía, un desaliñado buenos días era todo lo que articulaba al cruzar la habitación; con su sonrisa pulcra y perfecta, se arrellanaba en el sillón rojo de la esquina del cuarto. Él siempre tenía ganas de levantarse y propinarle un golpe que le arrancara de cuajo por lo menos tres de sus blanquísimos dientes, pero lo detenía saber que el Doctor era una de las pocas personas que todavía lo escuchaba, aunque tuviera que pagarle por ello.
-Vamos a volver al principio, señor Del Río -Comenzó pausadamente el Doctor Grau- yo, después de todo este tiempo, no tengo muy claro como llegó usted hasta aquí, tampoco me gustaría tener que seguir medicándolo, pero es que al parecer, su cuadro sicótico inicial es… como decirlo…
-Endemoniadamente persistente- terció él desde la cama, mirando desanimado el horizonte preso en el ventanal.
-Exacto, todo sería más fácil si me fuera posible encontrar un hilo conductor, lógico, ¿me entiende usted?- lo miró inquisitivo-
El entendía, pero no fue capaz de contestarle nada, el hilo conductor le parecía sumamente claro, pero en el momento en que lo contrastaba con el adjetivo lógico, se le escapaba de las manos como la última fracción del carrete que sostiene un volantín que se lleva el viento.
De pronto, tuvo unas repentinas ganas de solo llevar un día en aquel lugar, de confiar en el doctor Grau como su última y suprema esperanza de salvación, contarle una y otra vez toda la historia, ver como anotaba furioso en su hoja de diagnostico, y creer que estaba redactando el alta; pero no, estaba solo medicándolo con las mil dosis de tranquilizantes y neurolépticos para sellar su destino como un paciente más de la pieza ciento cincuenta y siete. Todo se le vino encima.
-Doctor, hoy quisiera descansar, ¿puede ser? preguntó esperanzado.
-Hombre, si aquí no tiene usted nada que hacer excepto descansar, le estoy pidiendo que conversemos un rato, a ver si puedo ayudarlo de alguna manera. Le aseguro que tengo la mejor intención.
-¿de qué quiere que le hable? preguntó resignado.
-Cuénteme de nuevo sobre la noche que lo trajeron aquí.
-No hay nada sobre esa noche que usted no sepa- dijo mirando fijamente al Doctor Grau.
-¿Y hay algo que no sepa usted? -le respondió este.
La pregunta lo encontró de sorpresa, claro que lo había, horas perdidas desde su conversación con Casandra, el taxi, su departamento, su madre, hasta esta extraña habitación… aunque podrían haber sido días , o semanas, no importaba ya, su corazón latía rápidamente. Miró al Doctor Grau, por primera vez desconfiado, ¿Por qué le habría preguntado eso?
-Bueno, si fuera mas cooperador yo podría decirle que fue exactamente lo que pasó, usted solo necesita consentir en el diagnóstico para que yo lo deje salir de esta habitación que estoy seguro, lo aburre bastante.
-entonces el último engranaje cayó de cajón, el Doctor Grau era uno de ellos, ya podía tener la certeza de que lo habían atrapado, no le importo entonces que fuera de los pocos que todavía lo escuchaba, se levantó con la sólida intención de molerlo a golpes, pero apenas pudo poner un pié fuera de la cama cayó tendido sobre las frías baldosas verde agua de la pieza del hospital.
El doctor Grau se levantó, dudó un momento, él pensó que lo recogería del suelo, pero se limitó a decirle:
-Créame que esto me resulta más difícil de lo usted piensa, pero por favor, considere mi propuesta, vendré mañana, si no tiene una respuesta vamos a tener que acordar un nuevo lugar de reclusión, este hospital es caro, y usted sabe que nadie se queda en esta habitación por mucho tiempo.
Cuando el doctor salió, ni siquiera trató de levantarse del suelo, ya no podía más, lágrimas saladas de la más honda frustración se le cayeron por las mejillas, no le quedaba nada, no encontraba la forma de seguir resistiéndose, ni siquiera el miedo al gris podía entregarle ánimo para continuar combatiendo en contra de un destino que le caía encima con todo su peso, su mirada llegó hasta el ventanal de la habitación, había todavía una última esperanza de renuncia, un acto supremo para devolver cuanto se le había ofrecido. Hasta ahora había rehuido ese sacrificio sublime, más que por sentirse incapaz, por tener todavía esperanza… pero ya no existía otra opción, y en un último esfuerzo se apoyo en la cama para empezar a caminar hacia el horizonte; las agujas con suero de sus brazos quedaron tiradas por el camino como serpientes venenosas, dudó un segundo apoyado en el dintel, pero no miró hacia abajo ni una sola vez, su pié se adelantó al vacío, su primer acto de libertad en mucho tiempo, sería también el último. Voló por los aires.
En vez chocar contra el suelo, se encontró sentado sudoroso en la cama de su departamento, a su lado estaba Casandra con los ojos muy abiertos.
-¿Otra vez una de esas pesadillas? pensé que acabarían después de tu examen amor, ¿estas bien?- mientras decía esto se aproximaba para abrazarlo.
El retribuyo su abrazo con furia, sentía como si no la hubiera visto en tres semanas, como si hubiera tenido la certeza absoluta de haberlo perdido todo. En ese minuto lamentó más que nunca que sus sueños no fueran al despertar más que masas informes de sensaciones, símbolos y rostros sin ningún sentido.
Salió de la ducha repitiéndose que todo estaría bien, que había sido solo otro mal sueño, se vistió algo nervioso; al terminar de afeitarse de reojo vio que eran las once cincuenta y siete de la mañana, los números se dibujaban verde agua sobre la pantalla negra de del reloj digital de su habitación, por alguna razón eso lo estremeció, pero tal vez fuera solo el sonido seco del timbre, que en ese mismo instante lo sorprendía anunciando a un extraño. Casandra había salido, él abrió la puerta, un repartidor de Fedex con su bata blanca le preguntaba:
-¿Arturo Del Río Díaz?
-Si, soy yo… -no sabía por qué ese sujeto le resultaba tan familiar-.
-Firme aquí por favor.
-Mientras firmaba, no pudo resistir el impulso de leer la placa del repartidor: Gonzalo Grau, Fedex, su corazón comenzaba a acelerarse.
Dudó un momento… solo la amorosa letra de su madre en el envoltorio lo animó a abrir la caja antes de que Casandra volviera. Dentro venía un traje, cuidadosamente planchado y envuelto en plástico negro, una nota lo acompañaba:

Arturo:
Te mando el traje que era de tu padre para tu primera entrevista de trabajo mañana, no te preocupes de nada, tu sabes que tienes mucha suerte y todo lo que haces te sale bien, voy a estar acá esperando tus noticias, un abrazo grande y saludos a Casandra.
Tu madre que te ama.

Blanca.
Pdta: Estoy segura de que el gris te quedará estupendamente, búscale una bonita corbata.

Arturo no supo que hacer, de pronto se sintió asfixiado y sus pies se dirigieron inexplicablemente al balcón de su departamento. Entonces se abrió la puerta, Casandra entró con dos bolsas gigantes del supermercado, él tuvo que ayudarla, ella le dijo:
-Sabes mi amor, me llamaron hace dos minutos para decirme que al fin tenemos fecha para el matrimonio en la iglesia que yo quería, has sido tan lindo en esperarme. Tu mamá me llamo ayer, esta un poco preocupada por ti, quiere tener nietos pronto, yo creo que se siente sola, ¿a ti que te parece?
El la miró a los ojos, por un minuto tuvo ganas de llorar, pero solo suspiró hondo.
- Sí mi amor, a mi encantaría, veamos como sale lo de la entrevista de mañana- la besó casi automáticamente. Todo había terminado.
Micaela Del Alba

8/6/07

Micaela y Rafael


Rafael Ocaso, es el abuelo de Micaela, como Cirilo Basso es el abuelo de Katalina. Como él fue ocaso yo decidí ser del Alba, y si no hubiese sido por su amor a las letras yo no habría tenido el gusto de conocerlas tan temprano. Aquí está un clásico de sus poemas, "Bogando" . Y un poema que yo escribí para él en el colegio, "Tata Cirilo"


B O G A N D O
Rafael Ocaso -1941
Este poema es dedicado a los boteros de Villarrica
por su sacrificada labor de servicio. Fue publicado
en el Periódico del INSCOT, Temuco,
donde nació por nostalgia.

1
La luna dulce y serena
El camino va alumbrando
Del hombre que está pescando
En su bote y con su pena

De aquel silencio profundo
Florece el son de la olilla
Que azota leve le quilla
Del bote que va sin rumbo

El viento en las noches claras
Seguro no soplaría
Mas, el temor existía
Que su bote zozobrara

Al alba luna de hinojos
Aquel pescador honrado
Su compañía ha implorado
Con lágrimas en los ojos

“¡OH, mi buena amiga luna,
Tú a los peces encaminas
Al anzuelo que iluminas
Y que es toda mi fortuna

La brisa el cansancio aleja
Que producen mis remadas
Y entre tanto tus miradas
Me eliminan toda queja!”

¿En qué pensará el remero?
¿En su suerte desdichada
En sus hijos o en su amada
O en que el lago es traicionero?

La guala llora en los juncos
De las orillas del lago
Con lamento tan aciago
Que el remero al remo junto

Pensará en su hora postrera
Y al ver que el lago es profundo
Llamará meditabundo
A la luna placentera.



2
El puelche no apareció
Sigue el pescador pescando
Y el bote lo va llenando
Con peses que él escogió

La noche ya está expirando
Ya es la hora matutina
Y el remero siempre atina
Seguir bogando, bogando

Las aves están despiertas
Al alba anuncia su canto
Y nieblas vierten su llanto
Sobre las aguas desiertas

 
Sale el sol y, en la floresta,
De apoco se hace sentir
Y al bote lo hace crujir
La ola que aún lo asesta.

Y aquel pescador honrado
Que al lago entró con su pena
Ahora encalla en la arena
Su bote con los pescados

En casa de vuelta está
Ya que el lago estuvo en calma
Con todo el fervor de su alma
A Dios las gracias le da

Así en mi lago es la pesca
Muchas anécdotas cuentan
Y algunos hay que lamentan
No saber las novelescas.

T A T A - C I R I L O
(Micaela del Alba)


Tu serás el ocaso y yo la clara luz del día,
Nada más profundo que la paz de tu mirar.
De tu mano suave conocí la poesía,
Y la magia perfecta de un Dios a quien amar

La justicia siempre tuviste en tu alma,
Y aprendiste a controlar tu pasión,
Cuando todos se exaltan, tu traes calma,
Y de tan grande te pesa el corazón.

Gracias a tus principios soy mejor persona;
Y gracias a tu pluma aprendí a versar,
Y que a veces vale más que palabra alguna,
La suave caricia que otorga el callar.

Me siento orgullosa que seas mi abuelo,
Y se que siempre me vas a acompañar,
Sosteniendo mi mano o desde el cielo,
Un brillante lucero que me va a guiar.

Camino a la casa del Árbol



La ruta había comenzado a ponerse sinuosa, desde que se perdieron las señales de radio, junto con las del celular, el unplugged de Nirvana reinaba con gloria y majestad, como el único casete del jeep. El agua de la caramayola de Eirin se estaba acabando y feliz se habría tomado la fanta de Francisco, pero estaba tibia.
-¿Cuánto falta? preguntó divertida, tratando de que un tono infantil disimulara su impaciencia.
-No mucho-contesto Francisco- exactamente quince minutos menos que la última vez que me preguntaste. Mientras lo decía le sonreía de lado, como pidiendo disculpas por tomarle el pelo.
Como siempre, ella lo disculpó antes de la sonrisa. Había sido excelente la idea del rapto de fin de semana, hace tiempo tenía ganas de salir, hasta habían intentado planearlo, pero así… sin planear, de aburridos un viernes en la mañana resultaba todavía más interesante, como cucharear un postre encontrado por sorpresa en el refrigerador.
Francisco se concentraba en el camino, no es que no supiera donde estaba, recordaba muy bien esa pradera bordada de astromelias justo antes del último cruce, solo que había olvidado que desde ahí a la laguna hubiese un trecho tan largo, pero en fin…pronto debía divisar los eucaliptos y entonces estarían por llegar.
En eso pensaban cuando de pronto sintieron un ruido seco y definitivo, ambos se miraron con la esperanza de que el otro tuviera para el fenómeno una explicación más alentadora que la que ambos sospechaban, pero no… habían pinchado un neumático.
-Bueno -suspiró Eirin- supongo que vas a tener que pasar un rato debajo del auto jugando con la gata y la llave de cruz.
-Supones de más- dijo lentamente Francisco- Porque asumes que hay una rueda de repuesto.
Ella abrió sus enormes ojos color miel, escudriñándolo para encontrar un gesto cómplice que transformara esa afirmación en una broma, no tuvo éxito.
-¿Cómo pudimos salir de Santiago sin rueda de repuesto? –preguntó lo más calmada posible, pero su voz serena no lograba ocultar la cascada de reproches que cruzaban por su mente.
-Bueno… de partida, hace tres horas atrás que decidimos salir, y se me olvidó que el pavo de Martín pinchó la rueda sin traerme el repuesto de vuelta.
Y ahí estaban los dos, casi en medio de la nada, que era precisamente donde querían llegar, varados en un jeep inservible, muertos de calor, evaluando sus posibilidades al son de Smells like teen spirit.
Bueno, dijo Francisco, está claro que ya no vamos a ninguna parte, lo mejor será que te quedes aquí mientras yo vuelvo al camino a buscar ayuda para cambiar la rueda o por lo menos señal de teléfono para llamar a alguien, acto seguido empezó a acomodar las cosas en su mochila cuando Eirin se le cruzó enfrente.
-Yo acá no me quedo sin ti, menos sola. Así que algo más se nos tendrá que ocurrir, aparte si ya no llegamos a donde vamos, por lo menos disfrutemos de donde estamos, a mi no me parece mal intentar una caminata hasta la cabaña, con lo indispensable en las mochilas, arriba podemos usar la radio para avisar que nos vengan a buscar mañana.
Medio sorprendido por la iniciativa y medio incrédulo ante la simplicidad de la solución Francisco acepto de buena gana, y aunque tuvieron sus diferencias a la hora de discriminar que llevar, Eirin termino por ceder y dejar su bolso extra de ropa y su enorme secador de pelo en el asiento de atrás, y Francisco tuvo que asumir que la consola de play con el winning eleven, no eran artículos de primera necesidad.
Caminaron en silencio, Francisco llevaba en la espalda su mochila y los dos sacos de dormir, y en el brazo el cooler de la comida, aun así, se movía como un gato por el camino, sus ojos tenían el brillo característico de la curiosidad, pero con los años su moreno semblante se había ensombrecido un poco, tal vez por todos los líos en que se metió por curioso. Eirin cargaba con su mochila sin quejarse, le hubiese gustado también cargar con su saco, pero Francisco insistió en hacerlo, y a ella eso le encantaba, no lo podía negar. Su vestido azul combinaba perfecto con los no me olvides que le trepaban por los tobillos desde que decidió caminar descalza; en medio del bosquecillo su figura alta y su largo pelo cobrizo le daban una dignidad inusitada, que ella se encargaba de hacer desaparecer con su pecosa sonrisa infantil.
-¿Cuánto falta? pregunto conteniendo una carcajada.
Cuando Francisco se dio vuelta cansado para contestarle, ella corrió hasta donde él estaba para sorprenderlo con un beso, Muchas gracias por ser mi equeco personal, susurró, los dos se rieron. Ya habían llegado a los eucaliptos así que se prepararon para almorzar.
Dispusieron juntos la comida sobre el mantel en el suelo, tan cómplices como si fueran a jugar a las cartas, comieron un delicioso salmón con queso crema ensalada y frutas. Luego disfrutaron de un cigarrillo, tendidos en el pasto, buscándole formas a las nubes, mientras Francisco vio tres caballos, una pelota de fútbol y dos barcos, Eirin solo fue capaz de ver dos neumáticos de repuesto, tres botellas de agua helada y un secador de pelo.
Después de comer comenzaron a bajar por la ladera, fue necesario que se desviaran del camino, porque aunque este iba recto y era considerablemente más corto, solo podrían encontrar agua si bajaban al río, siguiéndolo llegarían a la laguna, entonces solo les quedaría rodear un pequeño trecho para llegar a la cabaña por la playa. Primero sintieron el ruido del río, delgado, limpio, corriendo por entre las ramas de los árboles y haciéndoles agua la boca con su promesa de frescura. Apresuraron el paso, llegaron a las piedras de la orilla y se tendieron en un tronco que formaba una pequeña represa para beber cómodos, los primeros sorbos se abrieron paso a través de sus secas gargantas rápidos y ansiosos, pero luego, cuando el beber tuvo su ritmo marcado, ambos disfrutaron el sabor de esa agua fresca, deliciosa y pura que les saciaba por completo. Había un pequeño sendero a la orilla del río. Francisco acepto entregarle a Eirin su saco, ahora los dos se veían mucho más proporcionados respecto de la carga, aparte de un par de conversaciones irrelevantes sobre otra gente y algunos chistes respecto al repuesto de la rueda, la jornada había transcurrido en silencio. Pero no era el silencio incomodo de quienes no se conocen ni encuentran como reconocerse, era el silencio distraído de los constantes compañeros de viaje, que no tienen ya mucho que confidenciar.
Francisco se había quedado un poco atrás y Eirin lo esperaba al lado de un boldo con la palma extendida y el pelo un poco mojado ¿alguna vez se daría cuenta de lo hermosa que era? él le alcanzó la mano sin decir ni una palabra, pero tratando de transmitirle su pensamiento solo con ese gesto; recordó cuando nervioso se atrevió a tomar su mano por primera vez, en el cine, riéndose de lado como pidiendo disculpas, aunque no era necesario, por sobre la oscuridad de la sala él pudo ver su blanca sonrisa bajo las pecas que adivinaba… desde ese momento la quiso, tanto como ahora, le daba miedo recordar que tres años atrás, casi sin conocerla, la quería ya como hoy. Y aunque cada día ella lo sorprendiera, con sugerencias como esta aventura, esas sutiles sorpresas o alegrías no hacían más que dibujar los detalles de un sentimiento que estalló en toda su magnitud aquella tarde en el cine, como un big bang de su universo desordenado.
Al final del sendero, llenaron las botellas de agua y se dirigieron a la playa, todavía había sol suficiente, nadaron un rato para refrescarse después de las horas de caminata y se tendieron en la arena a descansar abrazados hasta estar secos. Finalmente se vistieron y comenzaron a rodear la laguna.
El sol había empezado a bajar, era la hora del día en que los reflejos dorados se multiplican y ellos caminaban de la mano con sus mochilas por la playa, el espejo de la laguna les devolvía sus dos figuras avanzando y dejando un rastro en la arena. Eirin se divertía pensando que la del reflejo no podía ser ella, que era increíble todo lo que había cambiado en estos años, nunca hubiese pensado que Francisco llegaría a conquistarla, pero se la fue ganando, de a poco, cuando se ofrecía para ayudarla con las maquetas interminables de su penúltimo año de taller, cuando aceptaba acompañarla a comprar y daba obediente opinión sobre las mil doscientas cuarenta y seis poleras que se le ocurriera probarse. Pero lo mejor, era cuando la llevaba al cine y solo le tomaba la mano, todas esas veces ella esperaba sonriente el siguiente paso, un beso, una palabra… pero nada, él nervioso estiraba la mano y ella divertida le sonreía. Ese había sido el principio de todo, y ahora caminando entre el bosque y la laguna no podía imaginarse que las cosas hubiesen terminado de otra forma, aunque intuía un espacio perdido entre ella y su reflejo.
Llegaron a la cabaña por la playa, Francisco subió a la casa del árbol para encontrar las llaves, escondidas en el cajón de la cocina de juguete; ella se entretuvo recogiendo manzanas caídas de la quinta, que se esparcían por el pasto como huevos de pascua rojos y amarillos.
Cuando entraron, la puerta crujió para darles la bienvenida, abrieron las ventanas y acomodaron todo, Eirin se dio una ducha mientras Francisco intentaba sintonizar la radio y poner los cables correctamente en la batería. Siempre le impresionaba que ese arcaico instrumento continuara funcionando a la perfección.
-Atento la casa grande para la casa del árbol, cambio….-solo estática-
Cuando iba a repetir la llamada por segunda vez, escucho una voz del otro lado,
-Acá Martín en la casa grande, para la casa del árbol ¿Pancho? ¿Por qué llegaste tan tarde? cambio
-Acá Pancho, Mira pendejo, tráeme la rueda de repuesto mañana en la tarde, el jeep esta en el camino, las llaves las tengo yo, pinchamos y tuve que pasar una tarde de excursión gracias a tu cabeza de pájaro.
-Uhhhh discúlpame hermano, por fa, mañana sin falta llego a buscarte, pero ¿que onda tu y la Eirin, están bien?
-Si, perfecto, nos vemos mañana. Oye, casi se me olvida… un millón de gracias, cambio y fuera.
Eirin salio de la ducha, descalza, con su largo pelo cobrizo mojado, envuelta en un pareo amarillo y verde; se sentó a su lado en el sillón de mimbre:
- ¿Cómo te fue con la radio? –preguntó-
-Todo bien, Martín viene mañana, con la rueda, lo reté por pavo.
- Ahhh – le dijo ella, mirándolo divertida dándole el primer mordisco a una roja manzana- ¿y te acordaste de darle las gracias?
M.D.A.